Una vez me enamoré de un oso, me daba besos gigantes, era
amable y siempre me cargaba. Un día lo cazaron, mi oso se fue para siempre.
Otra vez me enamoré de un tiburón. Devoró de mí casi cada
parte de vida y sobreviví de milagro. Tuve miedo del mar por un tiempo.
Estuve enamorada de un turpial, y me cantaba al oído cosas
lindas. Imposible de asir, imposible de abrazar, imposible de besar, imposible
de amar. Voló.
Estuve enamorada de un guepardo. Corrimos juntos, me hacía reír
con frenesí. Todo fue frenético, en el camino lo perdí.
Me enamoré de un pavo real. Era el ser más bondadoso, más
compasivo, pero el resplandor de sus plumas me cegaba. Nunca más lo volví a
ver.
Recuerdo que me enamoré de un pato salvaje. No teníamos paraje, un día
estaba, otro me escribía de más lejos, de más cerca. Lo quise con el alma, no
sé si el corazón errante sabe querer.
Conocí una vez un león. Y le veo más su alma que su melena.
Ruge y luego ni se siente. Una vez me enamoré de un león…
A mis abuelos, "El negrito aquel" y "La de los ojos pardos".
"Caricaturas del frío en una fracción del cuerpo que se ha transformado en la cursi excusa de un encuentro en las aldabas de un pueblo que ya extraño. Y el pueblo lo compone la gente y, por bueno o malo vos sos una gente, como te lo he dicho". S. Sánchez
En este oficio cantarle al amor es casi un asunto de
machos. Hay que soportar el frío de las madrugadas, los riesgos de la calle y
el rigor de trasnochar todas las semanas. Sin embargo, Esneda Ramos y Nancy
Aragón se abrieron paso en un gremio en el que el 90 por ciento son hombres y
se convirtieron en serenateras.
“En este trabajo de vez en cuando hay que aplicarse sus
traguitos, porque cuando toca, toca”, dicen estas dos cantantes de la noche.
Entre sí se conocen poco, pero sus carreras artísticas comenzaron de forma similar.
A los 19 años, Esneda participó en La hora de los
aficionados de Radio Cartago con Arráncame
la vida, versión de Toña la Negra. Ganó 10 mil pesos y una carta que la
acreditaba como profesional para cantar en cualquier emisora y, por supuesto,
para cobrar por dar serenatas. Eso fue hace 50 años.
A Nancy la fama le llegó en 1966. Tenía 18 años y
trabajaba como tiquetera en la empresa Transflorida de Cali. Mientras tarareaba
‘Quisiera ser la fina Madreselva’, un
par de músicos que la oyeron la invitaron a cantar en La voz de Cali.
En la primera serenata Nancy ganó 700 pesos y ahora cobra
90 mil por hora. Esneda y su trío cobran 150 mil pesos por una hora de 14
boleros. Ambas reparten el dinero con sus acompañantes y dan una cuota para el
centro artístico que las acoge por las noches.
Están dedicadas a componer el amor de otros entre
aguardiente, whisky y ron. Y a si
suene a contradicción, Esneda nunca ha intentado arreglar los sufrimientos de
su corazón. A los tres años de estar casada con un carnicero, que le prohibió
dar serenatas, decidió irse con su hijo y volver a la música. “Jamás busqué
otro hombre”, cuenta. Reafirma con seguridad que a sus 69 años está muy vieja
para que la anden conquistando.
La historia de Nancy fue distinta. En uno de los centros
artísticos donde trabajaba conoció a Lucho Puertas, un puntero que cantaba
solo. Él le propuso que fuera su guitarra marcante y también su melodía. Así
conformaron un dueto que ya cumple 14 años de matrimonio.
“Mujer,
ni de riesgos”
“Este gremio es muy machista. Si no se es mujer de un
músico, no la reciben en un centro”, asegura Nancy.
“Una mujer, ni de riesgos. Usted disculpe, pero mi esposa
es muy celosa”, le han dicho los clientes a Esneda. Con calma ella les pide que
la dejen cantar primero. “Así me los convenzo y me gano la serenatica”, agrega.
La jornada a veces termina a las 4:00 a.m., pero a las
8:00 a.m. están en pie para cumplir con las labores del hogar. “Claro que ese trote ya no es como cuando era
joven. A eso de la 1:00 p.m. empiezo a
cabecear”, explica Esneda.
Su hijo ahora está
en España y le prometió que apenas se organice le girará para que se retire de
la vida artística.
A Nancy no le da miedo quedarse sin voz, porque ha
negociado de todo, desde ropa hasta empanadas.
Por ahora siguen soportando el frío de la madrugada y
amando su oficio con la pasión de un bolero.
Texto publicado en El Tiempo Cali el 4 de mayo de 2004.
"Y dos nos subíamos a un patín (ni sé cómo cabíamos) y nos tirábamos pendiente abajo sin importar lo que halláramos en la esquina."
Esquivé la niebla con fracasos repetidos y al dejarla atrás
juré nunca volver. Y así se va moviendo este cochecito en el que me empacó la
vida. Tiene el color quemado, tostado por los días soleados y se escarcha
siempre al pasar por el nevado. - Ahí viene la nube. Un momento, primera otra
vez-.
Cree uno que el camino es solitario, pero flotan por ahí
pedazos de sueños ajenos, algunos se recolectan para combustible, porque aquí
en el aire todo se recicla. Somos
ecológicos con las ideas alocadas, las utopías, las batallas contra molinos y los calores de una noche. A
veces falla. - Un momento, viene un ave, por poco y se choca contra el
parabrisas. Son comunes, pero hay que dejarlas ir, ¿no?, son aves de paso -.
Que sí, a veces me encuentro con otros choferes. Son pocos
realmente, pero hacen buena compañía. Los puedo contar con los dedos de la
mano. Nunca ayudan a la hora de cambiar llantas, que eso acá es todo un riesgo.
No hace falta explicar por qué es peligroso tan solo bajar el gato para
levantar el carro.
Yo no sé por qué llegué. Supongo que mis papás eran hippies,
supongo. De niña podía jurar que en vez de caminar volaba. Iba con la empleada
del servicio a la cocina y me arrojaba por la terraza. Cuando menos pensaba los
pies estaban elevados. Eran tiempos maravillosos en el aire.
El carro lo compré, creo que es de segunda, pero me lo vendieron
como de primera. Le puse Alma Vieja. Y cuando emprendí el primer viaje ya no me
quise bajar. Claro que tiene sus problemas, no falta el que lo quiera
jalar a uno. ¿Pero sabe?, estos coches no funcionan en la tierra. No lo he
intentado ni una vez, creo que las refacciones no aguantarían.
Y no es
que andar por acá sea cosa fácil. Usted dirá que hay menos rozamiento, lo que
no es cierto. El viento golpea fuerte y las noches son duras. Además el cuerpo
agarra una necesidad de suspensión. A veces bajo a visitar a la gente normal, y
con cualquier cosa me mareo. Por eso tengo
hamaca, ve, uno siente que no está en la tierra y lo recogen desde el
cielo.
Tampoco me gusta esa frialdad de las personas que abusan de nosotros
los conductores aéreos. Yo poco pasajero he llevado, porque apenas les abro la
puerta van es mostrando las ganas no más de montarse, darse un paseo y magullar
la cojinería. Nooo, esa gente que se quede allá abajo
.
Este tipo de vida tiene su exigencia, su compromiso. Yo sé
que la gente normal cree que nos elevamos no más de sobrados. Que somos los
creídos del cuento. Cosa más errada. Acá hay que ser responsable, mantener el
combustible, porque una caída es mortal. Si toca manejar de noche se le
hace, sin importar que a uno se le quite el hambre. Claro, hay días que uno
tiene energía como para recorrer el mundo entero, pero ese trote no se lo
aguanta un compañero, por eso la mayoría de las veces toca manejar solo.
Tenemos nuestros métodos de comunicación, no hace falta
revelarlos. De vez en cuando se engancha uno con gente de la tierra. Ah, no me
haga hablar de eso, porque se me alborotan las ganas de bajarme.
Sí, yo sé que hay alguno que se le quiere medir al
viajecito, pero yo le recomiendo que se consiga su propio coche, nadie puede ir
cómodo de pasajero cuando de conducir en el aire se trata. Sin embargo, los
compañeros de carretera se gozan mucho el recorrido, pueden ir de un lado al
otro, traer combustible que flota por ahí y compartirlo. Todo muy técnico y así
no se da el hambre, ya sabe como es de duro por acá.
Bueno, no siendo más, me disculpa. Le voy desinflando los
globos para que se vaya a la tierra a escribir sobre mí. Adiós pues.