domingo, 14 de marzo de 2021

La estación del niño


De niña varias veces al año viajaba de Manizales a Cali para llegar al pueblo de los abuelos y era lo mejor del mundo.

Freepik

Un año tuve la conciencia para contemplar, sentir emociones distintas de la montaña al valle, de la niebla a los rayos del sol. 

Esa alegría me invadía en un trayecto especial, los árboles con sus copas a la orilla de la carretera y los pequeños puestos de vendedores de jugo de uva que salían como de la nada. En ese punto soñé con bajarme y dejar todo atrás. Ya no era tan niña, ya pensaba en la universidad, tal vez ya buscaba un empleo. 

Sentía que solo necesitaba un movimiento para que me cambiara la vida. Entonces pediría al bus que parara, me bajaría con la mochila y los pocos pesos que tenía y viviría de lo que saliera en algún pueblo que se escondía más allá de la carretera.

Y entonces allí, al lado de la vía, parado en su bicicleta, estaba mirándome un pequeño niño de cabello alborotado y pantalones cortos. No recuerdo el nombre, pero supe que era un huérfano viajero. Se hacía la vida con trabajos sencillos y vivía en todas partes. Con una magia que sanaba, llena de historia y libertad. 

Y yo fui niña otra vez. La niña que se escapó de su destino y se hizo su amiga. Emprendimos el recorrido por el valle en una bicicleta. Luego logramos lo suficiente para comprar otra para mí y olvidé mi familia, los deberes. La vida me sabía a frutas. 

Peleamos a veces por la idea de permanecer en un lugar, por los recuerdos difíciles. Conocimos a otros niños en el camino, algunos extrañaban a mamás que ya no vivían. Otros estaban endurecidos y andaban en bandas que reaccionaban con piedras cuando les invadían su territorio. 

Juntos aprendimos a correr, esquivar piedras, bajar mangos de árboles altos. A llorar por la nostalgia de lo que no se conoce. Nos pasaba cada vez que nos sentábamos frente a una estación abandonada del tren. Imaginábamos historias de andar de estación en estación, corriendo entre los vagones y tal vez llegar al mar.

Sin embargo, a las familias les gustan las reuniones y a mi niña la estaban buscando para que regresara.

Cómo iba a explicar que ya no era la misma, que amaba el viento en mi pelo, tener la cara sucia, el calor. Que no sentía nada por el gris de la montaña. Era una niña al fin y al cabo y me tuve que ir con ellos.

El día de la despedida subí de nuevo en un bus, de nuevo con el cabello peinado y un vestido limpio. Miré a lado y lado y él no estaba.

Justo en el arranque, mientras estaba en mi silla, otra vez con el norte perdido lo vi junto a la ventana. Estaba en la bicicleta, tratando de llevar el ritmo del bus. Ambos sonreíamos y llorábamos.

Al final el motor ganó y atrás quedó el niño. 

Pero no nos habíamos separado, solo necesitábamos tiempo para reencontrarnos.

lunes, 18 de enero de 2021

Las desgracias del juntapalabras


El psicólogo de la U. me dijo que escribiera lo que se me ocurriera. Disque porque yo sufro de depresión y baja autoestima. Me mandó un librito de esos que son manuales para vivir mejor. Lo del librito si no lo tranzo, pero escribir no es tan complicado.

Hoy, viernes, me fui a la clase de teorías y luego de micro. Tenía parcial de franja y metodología. Listo, eso hice hoy.

Todo va bien, mi mamá llamó y dijo que el trabajo está muy duro, que nos extraña y que está juntando plata para que vayamos a visitarla en vacaciones. Quién sabe cuáles, porque llevamos tres diciembres esperando ir al extranjero.

El preocupado es mi papá, porque Rosalía, su mujer, le dice que mi mamá se va a conseguir uno de esos tipos de por allá, que creen que las latinas son muy buenas y luego se va a poner a tener más hijos. Que Julián y yo ya no cabremos en sus planes y adiós vacaciones fuera de Colombia…

Julián jodió toda la noche, que no podía dormir porque Rosalía le había contado que en otros países a los colombianos les pegaban y se vio Historia americana X y quedó todo psicosiado pensando en mi mamá. Hombre, casi que no se duerme y se metió en mi cama y como yo no tenía clase hasta las 10 de la mañana se quedó dormido y no fue al colegio. Rosalía se dio cuenta, pero no le contó a mi papá. Listo, ya acabé con el cuento familiar.

Lo maluco fue que Anita me dijo que me estaba poniendo cansón, que era mejor que dejáramos las cosas así. “Ya la pasamos bueno y mejor lo superamos”. Ahh, la muyyy. Y me dice que la pasamos bueno, como si lo de nosotros fuera una entrada a los carros chocones.

Fuerte el golpe. La llamé por la tarde y chao, que no la llame más. Y llega mi papá y me pregunta que si me peleé con la novia, que porque la vio en el centro comercial colgada del brazo de mi compañero de salón, “ese que le dicen Juancho”. Mucha traidora, me termina y a la media hora está con cualquiera. ¡Y Juancho, que justo me había dicho que no era para mí! Mejor dicho, ni digo.

Bueno, tampoco la voy a extrañar mucho. Éramos buen catre, pero de conversación nada. Las visitas eran: “hola, qué has hecho, cómo hace de calor. ¿Vamos para el cuarto?”. Acabamos y “nos vemos en la U.”. No le hice caso a Juancho cuando me advirtió que esa nena no, que le cayera a Silvina. “Esa sí es una niña bien interesante, tiene unos detalles bonitos”. Yo si no doy pie con bola.

Eso le expliqué al psicólogo. Eso mismo, pero qué se va uno a decir que dejó a la 10 por un 3. El caso es que conocí a Silvina hace tres meses y cuando la vi me dije: “esta es la mía”. No sé explicar eso. Uno conoce una vieja y le gusta y ya. Química que llaman, pero estoy por pensar que eso va más allá de lo que uno puede manejar.

La cosa es que Silvina no me había visto. Yo era un punto más en la pista. Me le acerqué a bailar y ni se inmutó. Así que me tocó el recurso del amigo del amigo. Un compañero de ella, que había estudiado en mi colegio me hizo el cruce y me la presentó. Eso fue en la integración de primíparos, cuando uno no es ni de aquí, ni de allá.

Silvina estudia publicidad y es calmadita, pero alegre. Es muy, muy, no sé cómo se dice esa palabra. Digamos que es directa. Pero a mí me la puso difícil. Yo me le acercaba y ella se corría. Intenté ponerle tema y ni me miraba. Después de una hora logré que me diera el número de teléfono. Pensé que todo estaba perdido, pero me dijo en el oído que cuando la llamara le contara un cuento sobre la palabra que más me gustaba del español. Chao, mua, mua.

Una semana echándole cabeza y nada que la llamaba. Mi mamá llamó y le pregunté qué era lo que más me gustaba de chiquito. Como estaba medio melancólica me dijo que me gustaba dormir con ella y ponerle la cabeza en la barriga. Nooo, eso no se cuenta, menos a la vieja que le gusta a uno.  A ver, la palabra que más me gusta es, mi mamá, bla, bla, bla. Ni me imagino la risita.

Piense y piense. Así me pasé como un mes. Unos días me dediqué al abecedario. Como si estuviera jugando stop en el colegio. A ver, con la A, y yo listo; nombre, animal, fruta, cosa, ciudad. Andrés, águila, anón, armario, Armenia. Ninguna palabra tan importante, nada del otro mundo.

Amor, por… ¿Qué cuento le echo? Nada. Anís, alcornoque, alpargata. Arrivederci, porque no se me ocurrió ninguna palabra que valiera la pena.

Así que eché mano del diccionario, el pequeño Larousse que pesa como un kilo. Por nombres propios, comunes, historia, corriente. Nada, no pasé de la A. Qué libro más mamón. Recurrí a herramientas de emergencia, le pregunté al poeta de la clase. Raúl era un duro para conquistar a las compañeras con versos cursis que las ponía a decir: “ay tan lindo”.

“¿A ver hermano, la palabra más bonita? Amor, porque el amor todo lo puede, el amor es fuerte”. Qué mierda, que cuento del amor ni que ocho cuartos. Luego hablé con Rita, una profesora de español amiga de Rosalía. “Rita, ¿cuál es la palabra que más le gusta del español?” “Todas tienen algo que contar. Hasta la más pequeña, como las preposiciones, interjecciones…” Y empezó con una retahíla y un cuento más raro de que las dividiera en sujetos, verbos, adjetivos y un montón de maricaditas que me pusieron más complicada la conquista.

Al segundo mes yo ya me había leído partes del diccionario de antónimos y sinónimos, la biblia, hasta hice crucigramas. Lo peor, los poemas de Raúl, que terminaron melcochándome la cabeza. Me di por vencido. Silvina ni se acordaría de mí. Me puso una tarea imposible. Yo creo que ni todos los nobeles de literatura juntos podrían decidirse.

Así que bien puto que estaba la llamé y le dije: “vea mijita, usted está como loquita. Yo no sé qué decirle, porque este hijuemadre idioma tiene tantas palabras que ni en toda mi vida podría decidirme por una sola”. Proseguí a dramatizar todo mi calvario y ella calladita escuchó la cantaleta, con los empalagosos poemas de Raúl incluidos. Le rematé con que “y si quiere encontrar su palabra, mejor busque por su cuenta para que sepa lo que es enredarse la cabeza. Si la idea era hacerme el quite, pues mejor me lo hubiera hecho hace dos meses cuando podía juntar las letras y me servían sin pensarlas tanto”.

Silencio. Creí que después de semejante vaciada me había colgado, pero otra vez me equivoqué con ella. Soltó una risotada y luego dijo: “Ahí está el cuento. Mañana a las 2:00 de la tarde nos vemos en frente del parque del castillo”.

¿Qué, qué? Colgó y me quedé un rato suspendido, esperando que pasara algo. Reacción en cadena. No dije que sí, pero estaba comprometido. Julián tenía reunión a las 2:00 de la tarde en el colegio y me habían dejado de acudiente, pero no podía faltar a la cita con Silvi, mucho menos cancelar. Pobre Julián, pa’l carajo todo.

Iba en lo de Silvina. La mujer me puso a sufrir desde el principio y yo matado con ella. Soy el testimonio de que la mierdoterapia funciona, ahí me tenía en la palma de la mano. Me emperifollé con la loción fina de mi papá, me peiné con gel de mil maneras y por puro pinche me puse los zapatos de cuero.

Toda la mañana me la pasé ante el espejo y me tocó irme sin almorzar para no tener que encontrarme con Julián, porque donde se enterara me armaba el escándalo. Aparte de todo, me empaqué la plata que mi papá había dejado para mercar.

La cita… Después de todo este tiempo digo que fue un logro. Primero, que una muchacha de esas como Silvina se fijara mí era increíble. Además, que me considerara interesante era demasiado. Eso me dijo cuando llegó al parque del castillo, justo a las 3 de la tarde cuando yo ya había perdido las esperanzas. Ni me mintió, ni me explicó por qué llegó tarde. Le di un pico en la mejilla y le extendí la mano, pero me agarró todo el brazo. Me hizo feliz con eso. El cuadro no me lo imaginaba, una señorita de publicidad, de esas que le ponían filosofía al 2+2 y que escuchaba música que no sale en la radio. Mejor dicho. Sin embargo, yo no dejaba de hablar. Le conté de todo en tres horas y ella me escuchó hasta los suspiros. Comimos helado, vimos un grupo que tocaba en el parque. Le compré pizza, un libro de los que había leído para encontrar la superpalabra y una manilla de hippie para que me recordara. La fui a dejar a la casa y en la puerta, cuando ya estaba listo y bien puesto para el beso… “chao, nos vemos”. Y cerró la puerta.

Mal, quedé frío. Nada, ni una sonrisa pues. Como un amiguito de la ruta del colegio que la acompañó hasta la casa. Le había contado hasta lo de la barriguita de mi mamá y no cedió nada.

Ni un toquecito de mano. Ni la frase de dedicatoria del libro sirvió: “Para la mujer que embellece entre palabras”. Nada, como un poste.

El balance de la tarde era desastroso. No fui a la reunión de Julián. Mi papá y Rosalía llegaron antes que yo y se enteraron de que a mi hermano no lo dejaron entrar al colegio, porque el acudiente no había asistido al regaño que le tenía preparado el rector. “Y si no aparecen sus acudientes, mejor no vuelva”. De la plata del mercado sólo me sobró lo del pasaje de la casa de Silvina a la mía. Un compañero me dejó razón con mi papá de que el profesor de Química había hecho un examen sorpresa y que me tocaba habilitar la materia por baja asistencia. Malo, malo, pero pésimo y perverso. Nefasto, hijueputa.   

Ahí lo tiene señor psicólogo, escribí lo que se me ocurrió.

sábado, 29 de julio de 2017

De vuelta al mundo

Todos preguntaban cuál era el efecto. Manada de imbéciles. Yo lo que quería era escribir, dar a conocer el oscuro y enigmático agujero en el que mi vida circula. Decidí hacer un viaje, volar alrededor de este miedo que produce vivir.


Quién se iba a imaginar que a este martirio de hombre se acercaría esa muñeca alta, de cabello rubio, que llevaba un toque de labial rojo en sus labios. Y ahora, que aquí hace frío -¡Apaga la maldita música!- su recuerdo de noche de luna llena me calienta. Claro, hacía un calor de los infiernos, como el que hace ahora aquí en Brasil.

Como una garota intensa esa morena entró de repente en mi alma. Taz, estrella fugaz, meteorito violento, cometa impaciente. No contó con mi mirada, conmigo observando su paso, su agilidad, esa que me arrastraría hacia ella.

En estos momentos, que solo me queda la luna en París, recuerdo su blancura, su extensa cabellera negra y las estrellas en su pelo, en pleno día de carnaval. Era Bahía y ella danzaba al son de la samba, sus hermosos senos redondos tintineaban al ritmo de su pequeño cuerpo, y yo, al lado, me la debatía con cualquiera que quisiera arrebatármela. A ella no le importaban mis celos, solo que amara su recuerdo, como lo hago ahora en todas partes. -¡Apágala!-.

Sus taconcitos en Buenos Aires eran como el sonido de la nostalgia, yo producía tristeza, pasado y amargura. Tal vez eso la aprehendía a mí. Paseábamos por los parques y ella, con sombrerito rojo, sonreía melancólica y pecaba redimida.

Este viento ingrato reclama lo que le quité. Lloro su cuerpo perdido entre la multitud bruta y manipuladora, que se llevó para siempre su cabello rojo. Cada eco de los rincones de Berlín repite "ich librich". No alcancé a responderle, porque me sonó a reclamó. Di media vuelta para ver la hora en el Big Ben y me despedí afanado porque debía partir.

Quizá fue mi venganza ¿Quién dijo que siempre era dulce? Descubrí sus mundos y me reflejé pequeño en el vértigo que me producían sus ojos, pues en ellos caía rápido y sin remedio en el fondo de su cuerpo. Me vertía como el Nilo en diferentes direcciones, regaba con mi néctar toda esa tierra negra, fértil y deseosa.

Parado aquí en Machu Pichu aclaro mi mente, ahora sé que era misteriosa y no negaré que mi fascinación era curiosear en esos misterios. Sentir como en estas montañas, que algo falta por descubrir. Era grandiosa e inabarcable, como estas pirámides resistentes al desierto.

- Carajo, que apagues eso-

Ella eran todas convertida, excelente, bella y amada. Puede ser agua y fuego, su apariencia varía según mi estado de ánimo. Aquí, por ejemplo, en esta película con Sean Connery, ella es delgada y tiene ojos azules. Aunque ignore que la miro, ella sabe quién soy yo. Ella es todas, pues sigue siendo la misma que con rubor de los 40 se despidió de mí en el aeropuerto de Casablanca. La misma que con esos zapatos plataforma se trepó en la carroza del reinado de la papaya.

Es fuerte como el vikingo que sin idea del mundo levó anclas y me descubrió para olvidarme. Dejó sus restos en mí para que jamás negara su primer paso en tierra nueva.

Que triste se siente Viena. Y Milán, así el estadio esté a reventar. ¿Para qué yo en el mundo y solo?
Sea en Grecia, en Roma, en Bélgica, sigo solo a las -¡Apágala, no más!- tres, a las diez, pero solo. Me importa un pepino la bomba H, el fútbol, los puentes, y el desolado Machu Pichu con su esfinge. La playa de Berlín, el carnaval de Buenos Aires y el tango escible de Bahía. ¿Para qué estar en todo el mundo siendo uno mismo sin siquiera saber qué carajos se es? ¿Para qué todo el mundo, si estoy en todas partes sin ella?

Descubrí el efecto, quiero mi vida, incertidumbre. ¡Y apaga de una vez esta estúpida música!      

miércoles, 13 de mayo de 2015

Las mismas de siempre

Foto: Ángela Hurtado, resguardo Pioyá,
 Corinto Cauca. 2014
“Las mujeres de hoy ya no son como las de antes”. Esa frase me fascina, porque aunque reconoce que estos tiempos son diferentes, da la idea de que éramos otra cosa. ¿Qué? No sé. Tal vez estábamos enclosetadas como porcelanas intocables o esforzándonos mucho por ser brujas sin parecer locas.

Dicen que nadie nos entiende, y yo creo que hay un atraso de miles de años en el intento de hacerlo. Calculemos superficialmente, son como dos mil años en los que dimos la vida por ser el ángel de la casa y otros dos mil en los que fuimos simples objetos de negociación entre clanes.

Esas frases de abuelito me encienden el espíritu, porque toda pelea edípica comienza con negar que uno se parece a la mamá. Yo me peleé con la mía, aún lo hago, por la diferencia. Sin embargo, ahora sé que ella está del lado de las mujeres que optaron por sí mismas, y por eso con el pasar de los años aspiro si quiera parecerme más a ella.

Al tiempo, reconozco que hay que buscarles un lugar en la historia a todas las que no quedaron en los libros, que fueron censuradas en las enciclopedias y cuyos escritos se perdieron en la rigidez del patriarcado y la violencia del machismo.

Resulta que tengo que decirles que: “las de antes y las de hoy somos las mismas”. Desde que existimos hemos sido homosexuales, bisexuales, transexuales, políticas, líderes, constructoras, médicas, sacerdotisas… Siempre hemos sido humanas, siempre hemos sido mujeres. Hemos tenido ambición de poder, de dinero, de amor, de sexo y de intelecto.

Es obvio que el lugar de hoy sí es distinto al de antes. No obstante, por esas magias de la humanidad convivimos con los prejuicios del pasado aquí en el presente. Seguimos siendo maltratadas, el machismo sigue abnegando el espíritu de muchas. Algunas no pasarán a la historia o se mantendrán reclamando el reconocimiento que se merecen.

Nos enfrentamos a nuestras prevenciones, las flaquezas internas, las sombras y dudas. Ser humanas nos ha costado. Nos costó hogueras, decapitaciones, lapidaciones. Nos ha costado el chisme ambulante, el juicio familiar, el señalamiento de otras mujeres. En la batalla por nuestra humanidad hasta perdimos el placer de nuestro cuerpo, nos mutilaron el clítoris, nos sometieron a electrochoques, nos llenaron de hormonas y químicos.

Muchas, lastimosamente, perdimos nuestro contacto con lo masculino, nuestra posibilidad de amar a los hombres e incorporarlos como compañeros. Sacrificamos su sabiduría para alcanzar valía para la nuestra. Nos volvimos arribistas en nuestras relaciones y empezamos a clasificarlos y objetualizarlos. Para mí, en una despiadada e innecesaria venganza.   

Ahora lidiamos con la bulimia, la anorexia, las cirugías plásticas, las dietas estrictas, el deporte excesivo. La necesidad de complacer a otros, de ser buenas amantes, de ser madres modernas y de cumplir nuestros sueños a costa incluso de nuestra propia salud. Seguimos siendo iguales, nos seguimos sacrificando por cumplir los modelos externos.


Dar un paso al lado, optar por nosotras mismas no es nuevo. Siempre lo hicimos, lo hacemos y lo haremos. Es simple, esa es la esencia de la humanidad. ¿La diferencia? Ahora sacamos más provecho de la libertad para hacerlo y encontramos miles de canales para expresar todo ese universo interno que aún nos falta por explorar.

jueves, 9 de abril de 2015

Llegó la era de la zunga

He emprendido una cruzada por la desmitificación de la musa y la reivindicación de la zunga. Desde que los griegos nos imaginaron como seres leves, gráciles, casi intocables, nos complicaron la existencia, pues no hallamos qué inventarnos para salir volando por las ventanas.

Tal vez esa idea de la musa nació de algún hombre peleado con una mujer que le sacaba canas verdes.  El pobrecillo, mientras sufría, se imaginaba una versión más etérea, más silenciosa que apenas le murmuraba qué hacer. Obvio, tener una musa es más sencillo que convivir con un ser humano.

Me pregunto en qué momento algunos furiosos se pelearon contra nosotras, porque la evidente realidad es que perdimos esa batalla. Las más rebeldes hemos tratado de salir del mito, con la mala fortuna de que terminamos ampliándolo. La musa pura y al tiempo muy buena en la cama, ejemplo de esposa, rectitud y pulcritud; ahora resulta que también es una ejemplar trabajadora y estudiante.

He visto muchos enamorados que hablan de su pareja con tanta elucubración y exotismo que me muerdo los labios para no decirles: compañero, esa muchacha no existe. Así vamos, ellos enamorados de un espíritu flotante, nosotras, tratando de volar para que nos quieran.

La prueba de mi hipótesis es todo ese enredajo comercial-cursi en el que se ha convertido el Día de la mujer. Ellos ya no saben si celebrarlo, nosotras no entendemos muy bien como para qué sirve y los comerciantes se debaten entre sacar la rosa del Día de la madre, el peluche del amor y la amistad o una campaña profemenina de esas que consiguen votos en elecciones. Parece que el signo mujer sigue sin claridad para la mayoría.

La principal víctima en este cuento romántico es la zunga. Sí señores, la víctima. Ya sé que la han vilipendiado,  envidiado y desprestigiado. La han puesto en la palestra pública, porque ella, muy femenina, muy convencida y muy segura de sí misma, simplemente es el estereotipo más acertado de una humana de verdad.  La zunga habla directo, pregunta sin límites y cuando quiere algo, pues simplemente lo pide y lo consigue. Es tan molesta para la población machista que si la lengua lapidara, muchas habrían caído.  

Con este cambio extremo del significado de la zunga admito que muchas mujeres de mi generación, amigas, conocidas y familiares no tienen ningún problema en aceptarse como tales. Es más, cuando esta coqueta amiga entra en escena da la prueba definitiva de que la portadora ya salió de la tusa y recuperó la confianza perdida. Reconocerse como zunga es claramente una manifestación de que las mujeres le estamos perdiendo el miedo a los juicios y, más allá de querer ser promiscuas, queremos ser auténticas.

Ese mundo deseoso de musas ha creado la anorexia y otros métodos extremos para alcanzar tan singular belleza. Idealizar a la mujer es anularla.  Esto hay que hablarlo abiertamente para todas en la sociedad, en las escuelas, en las familias, en esa relación tan íntima de madre e hija. Tan fuerte como para entenderse que la única forma de ser la musa perfecta es estar muerta.  


En cambio, para ser zunga no hace falta nada, o mejor, hace falta coraje para pelearse de vez en cuando con algunos prejuicios. Estoy segura de que quien toma ese camino sabe en su cabeza que ha entrado al mundo sin explicaciones, al maravilloso mundo de la libertad.     

sábado, 24 de enero de 2015

Una diosa para nosotras

Las religiones actuales nos deben a las mujeres y creo que no nos van a pagar nunca. Nos deben más de dos mil años de vendernos un paquete peligroso que hemos comprado a ciegas. La etiqueta dice amor, pero en realidad es la idea de que sin los hombres somos seres incompletos.

Quiero con todas mis fuerzas que esta columna sea como las otras, pero creo que no lo lograré, por la sencilla razón de que ando leyendo intensamente libros de psicoanálisis. Quien liberó a los hombres de estarse juzgando a ellos mismos y echándose culpas, es el mismo que predicó que la mujer es un hombre imperfecto y  la que optara por trabajar, escribir o ser soltera sin hijos, era porque estaba frustrada y tenía un desorden patológico. Pero aquí no estamos para hablar mal de Freud. Aquí estamos para ver el día a día.

He acompañado por muchas horas las lágrimas de las entusadas, escuchado los reclamos de las madres, las frases hirientes de las amantes y las maldiciones que echan todas cuando se les sale la bruja.  Y llegué a la conclusión clara y sonora: Llevamos siglos divididas, clasificadas y dándonos garrote.

La idea de Dios que se mueve en este planeta llamado Latinoamérica es la de un macho muy macho, independiente, rebelde, todo lo puede, todo lo hace y nada se le cuestiona. Si no le da la gana de tener pareja dice: “no quiero novia, quiero vacilar”. Y luego, por cosas de su propia autonomía decide: “llegó la hora de organizarme y sentar cabeza”. Es un ser sencillo que se va a recorrer Suramérica en moto y vuelve como un héroe.

No seré yo quien juzgue a los hombres, y nadie más lo será, porque desde el dios del inconsciente colectivo, ellos son libres. A mí no me da rabia, me da envidia.

Posicionar a un dios como salvador personal de los hombres nos ata a ellos como un accesorio. Así que la plenitud espiritual nos cuesta el doble, porque tenemos que adaptar el discurso y así y todo nos queda faltando. Aclaro primero un punto. Desde la práctica atestiguo cómo algunos predicadores de la iglesia Católica, por ejemplo, se esfuerzan por igualar el mensaje, insisten en que se aplica para todos los géneros y que Dios no tiene sexo. Pero señoras y señores, la biblia está en masculino.  En el imaginario popular tiene mejor capilla Pedro, el que negó a Jesús, que Magdalena, la fiel hasta la muerte; tanto así que a uno le dicen santo y a la otra prostituta.

Sea atea o creyente sobre esta base está nuestra cultura. La existencia femenina se diseña desde afuera de ella misma. Entonces cada paso que damos es examinado, cada frase es juzgada, cada decisión debemos explicarla y defender nuestro ser, porque el opinómetro social nos persigue. Ahora querida, pon ese opinómetro en tu cabeza y dime si a ti como a mí, no nos mortifica desde adentro.

Resultado, vivimos agotadas, agotadas porque todas esas defensas del ser nos desconcentran. A la energía que debemos invertir en nuestros proyectos de vida, debemos restarle la que gastamos explicándole nuestro comportamiento a los familiares. Llorando porque el que amamos no nos ama o dándonos palo, porque fulanita la más odiosa del colegio ya se casó y yo nada.  Vivimos en un mundo comparativo. Los hombres tienen su dios único e incondicional que los ama como quiera que sean. Nosotras ¿…?

Yo no puedo vivir en comparación con los hombres. No me sirven de referente, porque poco los entiendo. Prefiero amarlos dulcemente y dejarlos llegar sin pensar mucho.  Ahora, en mi objetivo de matar mi morronga interna voy a reducir la comparación con otras mujeres, con los ideales de lo que deberíamos ser o con las fantasías de seres femeninos que no existen. Las invito a intentarlo, a vivir y ser libres. Yo ya me cansé de dar explicaciones y defenderme. Ojalá muchas opten por simplemente ser y muy conscientemente construir su diosa personal.    
Oleo por Margarita Hurtado

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Para mi alma

Llegaste con baile y sonrisas y ebriedad. Me envolviste suave entre lágrimas, apegos, encaminándome a correr mis muebles a la gran mudanza que reservabas para mi interior. Derribaste el árbol gigante del abandono, me vaciaste, me dejaste sola, trajiste y llevaste la gente, las compañías para que soltara, para que fuera más mía, y menos de las expectativas de lo ajeno.
Me diste valentía, me diste viajes para hacer las lecciones más llevaderas y me diste entendimiento. Ubicaste a Dios en el lugar justo, allí dentro, al lado de mi corazón. Y desde ahí hemos conversado, sanado, despedido miedos antiguos, fantasmas escondidos. De ahí blandimos la espada para combatir demonios, que no alcanzaron ni a ser el coco. Sostuviste mi mano a la hora de llantos amargos y tintineaste con carcajadas que jamás había escuchado de mí, pero sonaban como música.
Amamos, me enseñaste los primeros visos del amor, poco a poco me envolviste en él, experimenté su presencia, me permitiste amarme sin juzgarme, esperándome todo, soportándome todo, perdonándome todo, libre de culpas, libre. Amada inmensamente amé a otros. Me trajiste el amor en forma de hombre y también me diste el lugar justo para detenerme, para levantar a una guerrera sabia que con intuición supo qué hacer, cómo ver, conciencia, entendimiento, inteligencia. Me diste un río, me diste un mar, me diste una montaña, me diste frío y calor. Me diste sueños que aún no comprendo, me diste un más allá desde donde la vida ha tomado una forma nueva, auténtica, tranquila, trascendente, pero leve.
Vamos juntas en esta lancha, con un timonero sabio en el que confiamos, y aceptamos las mareas, a veces con tristeza, con recelo, con egoísmo, pero las aceptamos. Y asimilamos el silencio, y adquirimos comprensión más allá de la razón. Y soltamos como hojitas de papel un montón de cadenas, de seres, de pensares, viejos, nuevos, pero inservibles.
Entramos en paz al maravilloso mundo de la incertidumbre. Y cada día voy abriendo más mis brazos y las cosas que trae la corriente son cada vez más grandes. Así que me has enseñado también a no resistirme, a vivir la felicidad del devenir. Ampliamos tanto el amor que nos dio para sanar, para retornar en paz, para recomenzar, para saber que la intuición reconoce un momento importante, pero la vida lo diseña.
La magia, el dolor, lo místico, las visiones, los sueños, las premoniciones. También fueron tus regalos. Aún no me da para entenderlo, asumo que el espíritu se encargará mejor de desenvolverlos y también de irlos recibiendo, tal vez mejor que mi yo este terco, que aún existe también. Gracias por levantar a las sombras y hacerlas brillar, gracias por reconciliarme y abandonar las culpas, la intimidación. Gracias por limpiar, por lavar, por rescatar, por mudar.


Alma mía, seguimos en este barco juntas, ahora cada día, más conscientes la una de la otra, rebosantes de amor. Ahora cada día más UNA.