domingo, 14 de marzo de 2021

La estación del niño


De niña varias veces al año viajaba de Manizales a Cali para llegar al pueblo de los abuelos y era lo mejor del mundo.

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Un año tuve la conciencia para contemplar, sentir emociones distintas de la montaña al valle, de la niebla a los rayos del sol. 

Esa alegría me invadía en un trayecto especial, los árboles con sus copas a la orilla de la carretera y los pequeños puestos de vendedores de jugo de uva que salían como de la nada. En ese punto soñé con bajarme y dejar todo atrás. Ya no era tan niña, ya pensaba en la universidad, tal vez ya buscaba un empleo. 

Sentía que solo necesitaba un movimiento para que me cambiara la vida. Entonces pediría al bus que parara, me bajaría con la mochila y los pocos pesos que tenía y viviría de lo que saliera en algún pueblo que se escondía más allá de la carretera.

Y entonces allí, al lado de la vía, parado en su bicicleta, estaba mirándome un pequeño niño de cabello alborotado y pantalones cortos. No recuerdo el nombre, pero supe que era un huérfano viajero. Se hacía la vida con trabajos sencillos y vivía en todas partes. Con una magia que sanaba, llena de historia y libertad. 

Y yo fui niña otra vez. La niña que se escapó de su destino y se hizo su amiga. Emprendimos el recorrido por el valle en una bicicleta. Luego logramos lo suficiente para comprar otra para mí y olvidé mi familia, los deberes. La vida me sabía a frutas. 

Peleamos a veces por la idea de permanecer en un lugar, por los recuerdos difíciles. Conocimos a otros niños en el camino, algunos extrañaban a mamás que ya no vivían. Otros estaban endurecidos y andaban en bandas que reaccionaban con piedras cuando les invadían su territorio. 

Juntos aprendimos a correr, esquivar piedras, bajar mangos de árboles altos. A llorar por la nostalgia de lo que no se conoce. Nos pasaba cada vez que nos sentábamos frente a una estación abandonada del tren. Imaginábamos historias de andar de estación en estación, corriendo entre los vagones y tal vez llegar al mar.

Sin embargo, a las familias les gustan las reuniones y a mi niña la estaban buscando para que regresara.

Cómo iba a explicar que ya no era la misma, que amaba el viento en mi pelo, tener la cara sucia, el calor. Que no sentía nada por el gris de la montaña. Era una niña al fin y al cabo y me tuve que ir con ellos.

El día de la despedida subí de nuevo en un bus, de nuevo con el cabello peinado y un vestido limpio. Miré a lado y lado y él no estaba.

Justo en el arranque, mientras estaba en mi silla, otra vez con el norte perdido lo vi junto a la ventana. Estaba en la bicicleta, tratando de llevar el ritmo del bus. Ambos sonreíamos y llorábamos.

Al final el motor ganó y atrás quedó el niño. 

Pero no nos habíamos separado, solo necesitábamos tiempo para reencontrarnos.

lunes, 18 de enero de 2021

Las desgracias del juntapalabras


El psicólogo de la U. me dijo que escribiera lo que se me ocurriera. Disque porque yo sufro de depresión y baja autoestima. Me mandó un librito de esos que son manuales para vivir mejor. Lo del librito si no lo tranzo, pero escribir no es tan complicado.

Hoy, viernes, me fui a la clase de teorías y luego de micro. Tenía parcial de franja y metodología. Listo, eso hice hoy.

Todo va bien, mi mamá llamó y dijo que el trabajo está muy duro, que nos extraña y que está juntando plata para que vayamos a visitarla en vacaciones. Quién sabe cuáles, porque llevamos tres diciembres esperando ir al extranjero.

El preocupado es mi papá, porque Rosalía, su mujer, le dice que mi mamá se va a conseguir uno de esos tipos de por allá, que creen que las latinas son muy buenas y luego se va a poner a tener más hijos. Que Julián y yo ya no cabremos en sus planes y adiós vacaciones fuera de Colombia…

Julián jodió toda la noche, que no podía dormir porque Rosalía le había contado que en otros países a los colombianos les pegaban y se vio Historia americana X y quedó todo psicosiado pensando en mi mamá. Hombre, casi que no se duerme y se metió en mi cama y como yo no tenía clase hasta las 10 de la mañana se quedó dormido y no fue al colegio. Rosalía se dio cuenta, pero no le contó a mi papá. Listo, ya acabé con el cuento familiar.

Lo maluco fue que Anita me dijo que me estaba poniendo cansón, que era mejor que dejáramos las cosas así. “Ya la pasamos bueno y mejor lo superamos”. Ahh, la muyyy. Y me dice que la pasamos bueno, como si lo de nosotros fuera una entrada a los carros chocones.

Fuerte el golpe. La llamé por la tarde y chao, que no la llame más. Y llega mi papá y me pregunta que si me peleé con la novia, que porque la vio en el centro comercial colgada del brazo de mi compañero de salón, “ese que le dicen Juancho”. Mucha traidora, me termina y a la media hora está con cualquiera. ¡Y Juancho, que justo me había dicho que no era para mí! Mejor dicho, ni digo.

Bueno, tampoco la voy a extrañar mucho. Éramos buen catre, pero de conversación nada. Las visitas eran: “hola, qué has hecho, cómo hace de calor. ¿Vamos para el cuarto?”. Acabamos y “nos vemos en la U.”. No le hice caso a Juancho cuando me advirtió que esa nena no, que le cayera a Silvina. “Esa sí es una niña bien interesante, tiene unos detalles bonitos”. Yo si no doy pie con bola.

Eso le expliqué al psicólogo. Eso mismo, pero qué se va uno a decir que dejó a la 10 por un 3. El caso es que conocí a Silvina hace tres meses y cuando la vi me dije: “esta es la mía”. No sé explicar eso. Uno conoce una vieja y le gusta y ya. Química que llaman, pero estoy por pensar que eso va más allá de lo que uno puede manejar.

La cosa es que Silvina no me había visto. Yo era un punto más en la pista. Me le acerqué a bailar y ni se inmutó. Así que me tocó el recurso del amigo del amigo. Un compañero de ella, que había estudiado en mi colegio me hizo el cruce y me la presentó. Eso fue en la integración de primíparos, cuando uno no es ni de aquí, ni de allá.

Silvina estudia publicidad y es calmadita, pero alegre. Es muy, muy, no sé cómo se dice esa palabra. Digamos que es directa. Pero a mí me la puso difícil. Yo me le acercaba y ella se corría. Intenté ponerle tema y ni me miraba. Después de una hora logré que me diera el número de teléfono. Pensé que todo estaba perdido, pero me dijo en el oído que cuando la llamara le contara un cuento sobre la palabra que más me gustaba del español. Chao, mua, mua.

Una semana echándole cabeza y nada que la llamaba. Mi mamá llamó y le pregunté qué era lo que más me gustaba de chiquito. Como estaba medio melancólica me dijo que me gustaba dormir con ella y ponerle la cabeza en la barriga. Nooo, eso no se cuenta, menos a la vieja que le gusta a uno.  A ver, la palabra que más me gusta es, mi mamá, bla, bla, bla. Ni me imagino la risita.

Piense y piense. Así me pasé como un mes. Unos días me dediqué al abecedario. Como si estuviera jugando stop en el colegio. A ver, con la A, y yo listo; nombre, animal, fruta, cosa, ciudad. Andrés, águila, anón, armario, Armenia. Ninguna palabra tan importante, nada del otro mundo.

Amor, por… ¿Qué cuento le echo? Nada. Anís, alcornoque, alpargata. Arrivederci, porque no se me ocurrió ninguna palabra que valiera la pena.

Así que eché mano del diccionario, el pequeño Larousse que pesa como un kilo. Por nombres propios, comunes, historia, corriente. Nada, no pasé de la A. Qué libro más mamón. Recurrí a herramientas de emergencia, le pregunté al poeta de la clase. Raúl era un duro para conquistar a las compañeras con versos cursis que las ponía a decir: “ay tan lindo”.

“¿A ver hermano, la palabra más bonita? Amor, porque el amor todo lo puede, el amor es fuerte”. Qué mierda, que cuento del amor ni que ocho cuartos. Luego hablé con Rita, una profesora de español amiga de Rosalía. “Rita, ¿cuál es la palabra que más le gusta del español?” “Todas tienen algo que contar. Hasta la más pequeña, como las preposiciones, interjecciones…” Y empezó con una retahíla y un cuento más raro de que las dividiera en sujetos, verbos, adjetivos y un montón de maricaditas que me pusieron más complicada la conquista.

Al segundo mes yo ya me había leído partes del diccionario de antónimos y sinónimos, la biblia, hasta hice crucigramas. Lo peor, los poemas de Raúl, que terminaron melcochándome la cabeza. Me di por vencido. Silvina ni se acordaría de mí. Me puso una tarea imposible. Yo creo que ni todos los nobeles de literatura juntos podrían decidirse.

Así que bien puto que estaba la llamé y le dije: “vea mijita, usted está como loquita. Yo no sé qué decirle, porque este hijuemadre idioma tiene tantas palabras que ni en toda mi vida podría decidirme por una sola”. Proseguí a dramatizar todo mi calvario y ella calladita escuchó la cantaleta, con los empalagosos poemas de Raúl incluidos. Le rematé con que “y si quiere encontrar su palabra, mejor busque por su cuenta para que sepa lo que es enredarse la cabeza. Si la idea era hacerme el quite, pues mejor me lo hubiera hecho hace dos meses cuando podía juntar las letras y me servían sin pensarlas tanto”.

Silencio. Creí que después de semejante vaciada me había colgado, pero otra vez me equivoqué con ella. Soltó una risotada y luego dijo: “Ahí está el cuento. Mañana a las 2:00 de la tarde nos vemos en frente del parque del castillo”.

¿Qué, qué? Colgó y me quedé un rato suspendido, esperando que pasara algo. Reacción en cadena. No dije que sí, pero estaba comprometido. Julián tenía reunión a las 2:00 de la tarde en el colegio y me habían dejado de acudiente, pero no podía faltar a la cita con Silvi, mucho menos cancelar. Pobre Julián, pa’l carajo todo.

Iba en lo de Silvina. La mujer me puso a sufrir desde el principio y yo matado con ella. Soy el testimonio de que la mierdoterapia funciona, ahí me tenía en la palma de la mano. Me emperifollé con la loción fina de mi papá, me peiné con gel de mil maneras y por puro pinche me puse los zapatos de cuero.

Toda la mañana me la pasé ante el espejo y me tocó irme sin almorzar para no tener que encontrarme con Julián, porque donde se enterara me armaba el escándalo. Aparte de todo, me empaqué la plata que mi papá había dejado para mercar.

La cita… Después de todo este tiempo digo que fue un logro. Primero, que una muchacha de esas como Silvina se fijara mí era increíble. Además, que me considerara interesante era demasiado. Eso me dijo cuando llegó al parque del castillo, justo a las 3 de la tarde cuando yo ya había perdido las esperanzas. Ni me mintió, ni me explicó por qué llegó tarde. Le di un pico en la mejilla y le extendí la mano, pero me agarró todo el brazo. Me hizo feliz con eso. El cuadro no me lo imaginaba, una señorita de publicidad, de esas que le ponían filosofía al 2+2 y que escuchaba música que no sale en la radio. Mejor dicho. Sin embargo, yo no dejaba de hablar. Le conté de todo en tres horas y ella me escuchó hasta los suspiros. Comimos helado, vimos un grupo que tocaba en el parque. Le compré pizza, un libro de los que había leído para encontrar la superpalabra y una manilla de hippie para que me recordara. La fui a dejar a la casa y en la puerta, cuando ya estaba listo y bien puesto para el beso… “chao, nos vemos”. Y cerró la puerta.

Mal, quedé frío. Nada, ni una sonrisa pues. Como un amiguito de la ruta del colegio que la acompañó hasta la casa. Le había contado hasta lo de la barriguita de mi mamá y no cedió nada.

Ni un toquecito de mano. Ni la frase de dedicatoria del libro sirvió: “Para la mujer que embellece entre palabras”. Nada, como un poste.

El balance de la tarde era desastroso. No fui a la reunión de Julián. Mi papá y Rosalía llegaron antes que yo y se enteraron de que a mi hermano no lo dejaron entrar al colegio, porque el acudiente no había asistido al regaño que le tenía preparado el rector. “Y si no aparecen sus acudientes, mejor no vuelva”. De la plata del mercado sólo me sobró lo del pasaje de la casa de Silvina a la mía. Un compañero me dejó razón con mi papá de que el profesor de Química había hecho un examen sorpresa y que me tocaba habilitar la materia por baja asistencia. Malo, malo, pero pésimo y perverso. Nefasto, hijueputa.   

Ahí lo tiene señor psicólogo, escribí lo que se me ocurrió.