Todos preguntaban cuál era el efecto. Manada de imbéciles. Yo lo que quería era escribir, dar a conocer el oscuro y enigmático agujero en el que mi vida circula. Decidí hacer un viaje, volar alrededor de este miedo que produce vivir.
Quién se iba a imaginar que a este martirio de hombre se acercaría esa muñeca alta, de cabello rubio, que llevaba un toque de labial rojo en sus labios. Y ahora, que aquí hace frío -¡Apaga la maldita música!- su recuerdo de noche de luna llena me calienta. Claro, hacía un calor de los infiernos, como el que hace ahora aquí en Brasil.
Como una garota intensa esa morena entró de repente en mi alma. Taz, estrella fugaz, meteorito violento, cometa impaciente. No contó con mi mirada, conmigo observando su paso, su agilidad, esa que me arrastraría hacia ella.
En estos momentos, que solo me queda la luna en París, recuerdo su blancura, su extensa cabellera negra y las estrellas en su pelo, en pleno día de carnaval. Era Bahía y ella danzaba al son de la samba, sus hermosos senos redondos tintineaban al ritmo de su pequeño cuerpo, y yo, al lado, me la debatía con cualquiera que quisiera arrebatármela. A ella no le importaban mis celos, solo que amara su recuerdo, como lo hago ahora en todas partes. -¡Apágala!-.
Sus taconcitos en Buenos Aires eran como el sonido de la nostalgia, yo producía tristeza, pasado y amargura. Tal vez eso la aprehendía a mí. Paseábamos por los parques y ella, con sombrerito rojo, sonreía melancólica y pecaba redimida.
Este viento ingrato reclama lo que le quité. Lloro su cuerpo perdido entre la multitud bruta y manipuladora, que se llevó para siempre su cabello rojo. Cada eco de los rincones de Berlín repite "ich librich". No alcancé a responderle, porque me sonó a reclamó. Di media vuelta para ver la hora en el Big Ben y me despedí afanado porque debía partir.
Quizá fue mi venganza ¿Quién dijo que siempre era dulce? Descubrí sus mundos y me reflejé pequeño en el vértigo que me producían sus ojos, pues en ellos caía rápido y sin remedio en el fondo de su cuerpo. Me vertía como el Nilo en diferentes direcciones, regaba con mi néctar toda esa tierra negra, fértil y deseosa.
Parado aquí en Machu Pichu aclaro mi mente, ahora sé que era misteriosa y no negaré que mi fascinación era curiosear en esos misterios. Sentir como en estas montañas, que algo falta por descubrir. Era grandiosa e inabarcable, como estas pirámides resistentes al desierto.
- Carajo, que apagues eso-
Ella eran todas convertida, excelente, bella y amada. Puede ser agua y fuego, su apariencia varía según mi estado de ánimo. Aquí, por ejemplo, en esta película con Sean Connery, ella es delgada y tiene ojos azules. Aunque ignore que la miro, ella sabe quién soy yo. Ella es todas, pues sigue siendo la misma que con rubor de los 40 se despidió de mí en el aeropuerto de Casablanca. La misma que con esos zapatos plataforma se trepó en la carroza del reinado de la papaya.
Es fuerte como el vikingo que sin idea del mundo levó anclas y me descubrió para olvidarme. Dejó sus restos en mí para que jamás negara su primer paso en tierra nueva.
Que triste se siente Viena. Y Milán, así el estadio esté a reventar. ¿Para qué yo en el mundo y solo?
Sea en Grecia, en Roma, en Bélgica, sigo solo a las -¡Apágala, no más!- tres, a las diez, pero solo. Me importa un pepino la bomba H, el fútbol, los puentes, y el desolado Machu Pichu con su esfinge. La playa de Berlín, el carnaval de Buenos Aires y el tango escible de Bahía. ¿Para qué estar en todo el mundo siendo uno mismo sin siquiera saber qué carajos se es? ¿Para qué todo el mundo, si estoy en todas partes sin ella?
Descubrí el efecto, quiero mi vida, incertidumbre. ¡Y apaga de una vez esta estúpida música!