He emprendido una cruzada por la desmitificación
de la musa y la reivindicación de la zunga. Desde que los griegos nos imaginaron como seres leves, gráciles, casi intocables, nos complicaron la existencia, pues no hallamos qué inventarnos para salir volando por las ventanas.
Tal vez esa idea de la musa nació de algún
hombre peleado con una mujer que le sacaba canas verdes. El pobrecillo, mientras sufría, se imaginaba
una versión más etérea, más silenciosa que apenas le murmuraba qué hacer.
Obvio, tener una musa es más sencillo que convivir con un ser humano.
Me pregunto en qué momento algunos furiosos
se pelearon contra nosotras, porque la evidente realidad es que perdimos esa
batalla. Las más rebeldes hemos tratado de salir del mito, con la mala fortuna de
que terminamos ampliándolo. La musa pura y al tiempo muy buena en la cama, ejemplo
de esposa, rectitud y pulcritud; ahora resulta que también es una ejemplar
trabajadora y estudiante.
He visto muchos enamorados que hablan de su
pareja con tanta elucubración y exotismo que me muerdo los labios para no
decirles: compañero, esa muchacha no existe. Así vamos, ellos enamorados de un
espíritu flotante, nosotras, tratando de volar para que nos quieran.
La prueba
de mi hipótesis es todo ese enredajo comercial-cursi en el que se ha convertido
el Día de la mujer. Ellos ya no saben si celebrarlo, nosotras no entendemos muy
bien como para qué sirve y los comerciantes se debaten entre sacar la rosa del
Día de la madre, el peluche del amor y la amistad o una campaña profemenina de
esas que consiguen votos en elecciones. Parece que el signo mujer sigue sin
claridad para la mayoría.
La principal víctima en este cuento
romántico es la zunga. Sí señores, la víctima. Ya sé que la han vilipendiado, envidiado y desprestigiado. La han puesto en
la palestra pública, porque ella, muy femenina, muy convencida y muy segura de
sí misma, simplemente es el estereotipo más acertado de una humana de verdad. La zunga habla directo, pregunta sin límites
y cuando quiere algo, pues simplemente lo pide y lo consigue. Es tan molesta
para la población machista que si la lengua lapidara, muchas habrían caído.
Con este cambio extremo del significado de la zunga admito que muchas mujeres de
mi generación, amigas, conocidas y familiares no tienen ningún problema en
aceptarse como tales. Es más, cuando esta coqueta amiga entra en escena da la prueba
definitiva de que la portadora ya salió de la tusa y recuperó la confianza perdida. Reconocerse como zunga es
claramente una manifestación de que las mujeres le estamos perdiendo el miedo a
los juicios y, más allá de querer ser promiscuas, queremos ser auténticas.
Ese mundo deseoso de musas ha creado la anorexia y otros métodos extremos para alcanzar tan singular belleza. Idealizar a la mujer es anularla.
Esto hay que hablarlo abiertamente para todas en la sociedad, en las
escuelas, en las familias, en esa relación tan íntima de madre e hija. Tan
fuerte como para entenderse que la única forma de ser la musa perfecta es estar
muerta.
En
cambio, para ser zunga no hace falta nada, o mejor, hace falta coraje para pelearse de vez en cuando con algunos prejuicios. Estoy segura de que quien toma ese camino sabe en
su cabeza que ha entrado al mundo sin explicaciones, al maravilloso mundo de la
libertad.