miércoles, 13 de mayo de 2015

Las mismas de siempre

Foto: Ángela Hurtado, resguardo Pioyá,
 Corinto Cauca. 2014
“Las mujeres de hoy ya no son como las de antes”. Esa frase me fascina, porque aunque reconoce que estos tiempos son diferentes, da la idea de que éramos otra cosa. ¿Qué? No sé. Tal vez estábamos enclosetadas como porcelanas intocables o esforzándonos mucho por ser brujas sin parecer locas.

Dicen que nadie nos entiende, y yo creo que hay un atraso de miles de años en el intento de hacerlo. Calculemos superficialmente, son como dos mil años en los que dimos la vida por ser el ángel de la casa y otros dos mil en los que fuimos simples objetos de negociación entre clanes.

Esas frases de abuelito me encienden el espíritu, porque toda pelea edípica comienza con negar que uno se parece a la mamá. Yo me peleé con la mía, aún lo hago, por la diferencia. Sin embargo, ahora sé que ella está del lado de las mujeres que optaron por sí mismas, y por eso con el pasar de los años aspiro si quiera parecerme más a ella.

Al tiempo, reconozco que hay que buscarles un lugar en la historia a todas las que no quedaron en los libros, que fueron censuradas en las enciclopedias y cuyos escritos se perdieron en la rigidez del patriarcado y la violencia del machismo.

Resulta que tengo que decirles que: “las de antes y las de hoy somos las mismas”. Desde que existimos hemos sido homosexuales, bisexuales, transexuales, políticas, líderes, constructoras, médicas, sacerdotisas… Siempre hemos sido humanas, siempre hemos sido mujeres. Hemos tenido ambición de poder, de dinero, de amor, de sexo y de intelecto.

Es obvio que el lugar de hoy sí es distinto al de antes. No obstante, por esas magias de la humanidad convivimos con los prejuicios del pasado aquí en el presente. Seguimos siendo maltratadas, el machismo sigue abnegando el espíritu de muchas. Algunas no pasarán a la historia o se mantendrán reclamando el reconocimiento que se merecen.

Nos enfrentamos a nuestras prevenciones, las flaquezas internas, las sombras y dudas. Ser humanas nos ha costado. Nos costó hogueras, decapitaciones, lapidaciones. Nos ha costado el chisme ambulante, el juicio familiar, el señalamiento de otras mujeres. En la batalla por nuestra humanidad hasta perdimos el placer de nuestro cuerpo, nos mutilaron el clítoris, nos sometieron a electrochoques, nos llenaron de hormonas y químicos.

Muchas, lastimosamente, perdimos nuestro contacto con lo masculino, nuestra posibilidad de amar a los hombres e incorporarlos como compañeros. Sacrificamos su sabiduría para alcanzar valía para la nuestra. Nos volvimos arribistas en nuestras relaciones y empezamos a clasificarlos y objetualizarlos. Para mí, en una despiadada e innecesaria venganza.   

Ahora lidiamos con la bulimia, la anorexia, las cirugías plásticas, las dietas estrictas, el deporte excesivo. La necesidad de complacer a otros, de ser buenas amantes, de ser madres modernas y de cumplir nuestros sueños a costa incluso de nuestra propia salud. Seguimos siendo iguales, nos seguimos sacrificando por cumplir los modelos externos.


Dar un paso al lado, optar por nosotras mismas no es nuevo. Siempre lo hicimos, lo hacemos y lo haremos. Es simple, esa es la esencia de la humanidad. ¿La diferencia? Ahora sacamos más provecho de la libertad para hacerlo y encontramos miles de canales para expresar todo ese universo interno que aún nos falta por explorar.

jueves, 9 de abril de 2015

Llegó la era de la zunga

He emprendido una cruzada por la desmitificación de la musa y la reivindicación de la zunga. Desde que los griegos nos imaginaron como seres leves, gráciles, casi intocables, nos complicaron la existencia, pues no hallamos qué inventarnos para salir volando por las ventanas.

Tal vez esa idea de la musa nació de algún hombre peleado con una mujer que le sacaba canas verdes.  El pobrecillo, mientras sufría, se imaginaba una versión más etérea, más silenciosa que apenas le murmuraba qué hacer. Obvio, tener una musa es más sencillo que convivir con un ser humano.

Me pregunto en qué momento algunos furiosos se pelearon contra nosotras, porque la evidente realidad es que perdimos esa batalla. Las más rebeldes hemos tratado de salir del mito, con la mala fortuna de que terminamos ampliándolo. La musa pura y al tiempo muy buena en la cama, ejemplo de esposa, rectitud y pulcritud; ahora resulta que también es una ejemplar trabajadora y estudiante.

He visto muchos enamorados que hablan de su pareja con tanta elucubración y exotismo que me muerdo los labios para no decirles: compañero, esa muchacha no existe. Así vamos, ellos enamorados de un espíritu flotante, nosotras, tratando de volar para que nos quieran.

La prueba de mi hipótesis es todo ese enredajo comercial-cursi en el que se ha convertido el Día de la mujer. Ellos ya no saben si celebrarlo, nosotras no entendemos muy bien como para qué sirve y los comerciantes se debaten entre sacar la rosa del Día de la madre, el peluche del amor y la amistad o una campaña profemenina de esas que consiguen votos en elecciones. Parece que el signo mujer sigue sin claridad para la mayoría.

La principal víctima en este cuento romántico es la zunga. Sí señores, la víctima. Ya sé que la han vilipendiado,  envidiado y desprestigiado. La han puesto en la palestra pública, porque ella, muy femenina, muy convencida y muy segura de sí misma, simplemente es el estereotipo más acertado de una humana de verdad.  La zunga habla directo, pregunta sin límites y cuando quiere algo, pues simplemente lo pide y lo consigue. Es tan molesta para la población machista que si la lengua lapidara, muchas habrían caído.  

Con este cambio extremo del significado de la zunga admito que muchas mujeres de mi generación, amigas, conocidas y familiares no tienen ningún problema en aceptarse como tales. Es más, cuando esta coqueta amiga entra en escena da la prueba definitiva de que la portadora ya salió de la tusa y recuperó la confianza perdida. Reconocerse como zunga es claramente una manifestación de que las mujeres le estamos perdiendo el miedo a los juicios y, más allá de querer ser promiscuas, queremos ser auténticas.

Ese mundo deseoso de musas ha creado la anorexia y otros métodos extremos para alcanzar tan singular belleza. Idealizar a la mujer es anularla.  Esto hay que hablarlo abiertamente para todas en la sociedad, en las escuelas, en las familias, en esa relación tan íntima de madre e hija. Tan fuerte como para entenderse que la única forma de ser la musa perfecta es estar muerta.  


En cambio, para ser zunga no hace falta nada, o mejor, hace falta coraje para pelearse de vez en cuando con algunos prejuicios. Estoy segura de que quien toma ese camino sabe en su cabeza que ha entrado al mundo sin explicaciones, al maravilloso mundo de la libertad.     

sábado, 24 de enero de 2015

Una diosa para nosotras

Las religiones actuales nos deben a las mujeres y creo que no nos van a pagar nunca. Nos deben más de dos mil años de vendernos un paquete peligroso que hemos comprado a ciegas. La etiqueta dice amor, pero en realidad es la idea de que sin los hombres somos seres incompletos.

Quiero con todas mis fuerzas que esta columna sea como las otras, pero creo que no lo lograré, por la sencilla razón de que ando leyendo intensamente libros de psicoanálisis. Quien liberó a los hombres de estarse juzgando a ellos mismos y echándose culpas, es el mismo que predicó que la mujer es un hombre imperfecto y  la que optara por trabajar, escribir o ser soltera sin hijos, era porque estaba frustrada y tenía un desorden patológico. Pero aquí no estamos para hablar mal de Freud. Aquí estamos para ver el día a día.

He acompañado por muchas horas las lágrimas de las entusadas, escuchado los reclamos de las madres, las frases hirientes de las amantes y las maldiciones que echan todas cuando se les sale la bruja.  Y llegué a la conclusión clara y sonora: Llevamos siglos divididas, clasificadas y dándonos garrote.

La idea de Dios que se mueve en este planeta llamado Latinoamérica es la de un macho muy macho, independiente, rebelde, todo lo puede, todo lo hace y nada se le cuestiona. Si no le da la gana de tener pareja dice: “no quiero novia, quiero vacilar”. Y luego, por cosas de su propia autonomía decide: “llegó la hora de organizarme y sentar cabeza”. Es un ser sencillo que se va a recorrer Suramérica en moto y vuelve como un héroe.

No seré yo quien juzgue a los hombres, y nadie más lo será, porque desde el dios del inconsciente colectivo, ellos son libres. A mí no me da rabia, me da envidia.

Posicionar a un dios como salvador personal de los hombres nos ata a ellos como un accesorio. Así que la plenitud espiritual nos cuesta el doble, porque tenemos que adaptar el discurso y así y todo nos queda faltando. Aclaro primero un punto. Desde la práctica atestiguo cómo algunos predicadores de la iglesia Católica, por ejemplo, se esfuerzan por igualar el mensaje, insisten en que se aplica para todos los géneros y que Dios no tiene sexo. Pero señoras y señores, la biblia está en masculino.  En el imaginario popular tiene mejor capilla Pedro, el que negó a Jesús, que Magdalena, la fiel hasta la muerte; tanto así que a uno le dicen santo y a la otra prostituta.

Sea atea o creyente sobre esta base está nuestra cultura. La existencia femenina se diseña desde afuera de ella misma. Entonces cada paso que damos es examinado, cada frase es juzgada, cada decisión debemos explicarla y defender nuestro ser, porque el opinómetro social nos persigue. Ahora querida, pon ese opinómetro en tu cabeza y dime si a ti como a mí, no nos mortifica desde adentro.

Resultado, vivimos agotadas, agotadas porque todas esas defensas del ser nos desconcentran. A la energía que debemos invertir en nuestros proyectos de vida, debemos restarle la que gastamos explicándole nuestro comportamiento a los familiares. Llorando porque el que amamos no nos ama o dándonos palo, porque fulanita la más odiosa del colegio ya se casó y yo nada.  Vivimos en un mundo comparativo. Los hombres tienen su dios único e incondicional que los ama como quiera que sean. Nosotras ¿…?

Yo no puedo vivir en comparación con los hombres. No me sirven de referente, porque poco los entiendo. Prefiero amarlos dulcemente y dejarlos llegar sin pensar mucho.  Ahora, en mi objetivo de matar mi morronga interna voy a reducir la comparación con otras mujeres, con los ideales de lo que deberíamos ser o con las fantasías de seres femeninos que no existen. Las invito a intentarlo, a vivir y ser libres. Yo ya me cansé de dar explicaciones y defenderme. Ojalá muchas opten por simplemente ser y muy conscientemente construir su diosa personal.    
Oleo por Margarita Hurtado