martes, 15 de julio de 2014

Empelotemos a las posudas

Un grupo de amigos que tenía en Manizales había decidido cambiarle el nombre al Día de la mujer, “de ahora en adelante será el Día de la pose”. La propuesta me molestó mucho en su momento, pero ahora que lo pienso bien a pesar de la independencia intelectual, ideológica y hasta sentimental, el asuntico este de parecer ser nos atormenta a muchas.

Los corsés mentales nos reprimen y uno muy fuerte es la voz esa que en lo profundo nos dice que debemos “ser cómo” o “así vas a parecer una”. La seguridad de las mujeres a veces está amarrada a la lista de lo que no se debe ser. Que no se te vea desesperada, que no vea que eres mandona, que no se te note lo histérica, que no crea que eres complicada, que “el que muestra el hambre no come”. Cosas que se contradicen unas con otras, como decía Sor Juana Inés de la Cruz, “a una culpáis por cruel y a otra por fácil culpáis”. Con tanta pose encima se nos va volviendo todo un enredo desnudarnos o que nos desnuden.

Voy a hacer un ejercicio llamado coquetería. Lo practico mucho en mi labor de periodista, de novia y de simple cliente de un bar. Entonces me pongo un vestido que ya no sé si es de mi corte o prefabricado. Se llama encantadora. Este vestido, adornado por mí misma, con todo el canutillo y lentejuela que me ha dado la cultura machista, tiene los siguientes accesorios: sonrisa pícara, mirada por el rabito del ojo y un caminar sinuoso e indiferente. ¿Les suena familiar?

Esa coqueta, así en su superficie, está hecha para llamar la atención, o sea el gancho. Pero me da tristeza reconocer que a veces se nos va la mano y toca sostener el cañazo bajo nuestro propio riesgo. Entonces, además del vestido se viene toda una retahíla de palabras complacientes, risas fáciles sobre chistes pésimos e incluso soportar estoicamente miradas morbosas o comentarios de doble sentido. Todo eso simplemente para sostener ese armatoste en el que ya se convirtió el traje de encantadora.

Pensé por mucho tiempo que ese disfraz era útil. – En serio lo es, abrí puertas muy cerradas a punta de sonrisas-. Sin embargo, se vuelve un arma de doble filo, un animal peligroso que hay que alimentar para no molestar a los demás, caer bien, ser cortés, políticamente correcta, empleada modelo, ejemplo social y una palabra nueva que nunca veo usada para el género femenino, una promujer. La pose, señoras mías, pesa. Sus consecuencias a largo plazo son tristísimas. Detrás de ella se esconden la violencia intrafamiliar, los abusos sexuales, el acoso laboral, la humillación y la denigración del ser humano.  

Pesa en nuestros hombros en la medida en que la queramos seguir cargando. Tal vez el universo masculino tenga otras cargas a la que se le suma corresponder a una posuda, un trabajo desgastante para cualquier pareja, hijo, marido o padre. Si de la historia del sexo hablamos, en este último siglo la revolución femenina va en la etapa más interesante, esas presiones como tener hijos, casarse, ocultar la orientación sexual o conservar el empleo a pesar del abuso se han replanteado. Las leyes van dejando las poses sin algunas de sus prendas más vistosas y vale más defenderse con autoridad que con ideas difusas.

Empelotarse después de años de pose es mi invitación. Vamos a quitarnos de a poquitos o de una sola esa ropa impuesta. La desnudez es el reto. Claro, tras años de no verse la piel hasta podría sorprenderse uno descubriendo que tiene encantos ocultos que solo el más aguzado ojo puede identificar, y que al estar expuestos se potencian. Aprendí de mi madre a ser auténtica y a confiar en las personas que lo son. Allí donde el ser humano es capaz de abrir sus vulnerabilidades y texturas es donde he encontrado a la gente que más aprecio. Supongo que con el tiempo lograré irme quedando sin ningún canutillo pegado al cuerpo y a caminar desnuda con la frente alta.


Tal vez sea en la casa en donde la posuda descansa, se quita todo su aparataje y saca su represión a punta de llanto, explosiones de ira o se dedica a comer la hamburguesa que cambió en la calle por una ensalada. ¿Qué sé yo? Al final, solo en mi intimidad revelo cómo descanso de mis propios vestidos.