Tengo que
confesar que a pesar de que me las doy de rebelde, estoy sometida a la peor de
las dictaduras vigentes, la de la belleza envasada.
Con solo 15
minutos de televisión cualquier ser humano occidental se puede convencer de que
para ser bello hay que ser delgado, joven, sano, tener dientes blancos, dinero
y sobre todo, para ser amado hay que ser bello. Para todo eso hay una industria
gigante que grita como paisa en plaza, “le tengo la solución”.
Ya está
claro que el estándar de belleza cambia en cada etapa de la historia, se adapta
a la cultura y como hoy es una, mañana es otra. Pero señoras y señores, lo que
tenemos aquí es un monstruo de siete cabezas que amenaza a los sectores más
vulnerables de la población, las mujeres, los adolescentes, los niños y los
adultos mayores.
En un
frasco encontrará el remedio contra la enfermedad, la vejez y la obesidad. Sin
embargo, eso no es suficiente. No sé ustedes, pero yo tengo una cantidad de pociones
que contienen el secreto de la juventud para cada rincón del cuerpo. Entonces
se le tiene la del contorno de ojos, la punta del pelo, el andén del labio y el
rabito de la oreja. La búsqueda jamás acaba, cada vez que visito un supermercado,
un almacén de cosméticos o una simple droguería caigo en sus garras. Voy por
seda dental y termino comprando un protector para las manchas de los bombillos,
una crema para que no salgan canas y más y más belleza en frasco.
Cuando
cambié de ciudad me di cuenta de que el estándar actual es un dictador
despiadado. En donde vivo las mujeres sienten la presión de una cirugía
plástica casi al mismo tiempo en que pasan el peaje, pero si se recorre el país
solo hay diferencias en tamaños y proporciones. Este dictador ofrece para todas
la cantidad de cirugías que puede sostener un bolsillo, bajo el blando código
de ética del comercio estético. Mi ojo montañero se escandaliza con las trememundas
colas que desfilan en las calles, pero también es mi propio verdugo cuando
estoy frente al espejo.
El poder
que le hemos dado a esta dictadura se nos está saliendo de control. Atacamos a
las niñas sin misericordia, tanto así que algunos de mis allegados en vez de preguntar
por el clima o un simple cómo te va, las reciben diciéndole: “estás como
gordita”. Esa es la forma de alimentar esa insaciable necesidad de ser
aceptado, creamos entre todos un estereotipo deforme, tanto que su rostro lo
perdió en la última rinoplastia.
Lo más
cruel de esta nueva modalidad de fascismo es que realmente no se preocupa por
la salud humana, no va en el enaltecimiento de la virtud, ni siquiera en un
sentido estético que aliviane el espíritu humano y logre el verdadero fin de la
belleza, conmover.
Con qué cara
vengo yo a decirles a las yayitas que su deformación es tan grave como un ataque
con ácido. Porque querida Yayita, si eres igual a un molde, pierdes el nombre,
te quedas sin esencia y respondes nada más a una imagen prediseñada para
fabricar dinero en masa. Te desfiguras. Apenas termino esta frase mi
autoridad moral se refunde entre las cremas de mi tocador, entre los miles de
pesos que he invertido en gimnasios, en masajes, en técnicas que aprietan aquí para que no se vea allá. Cómo les
vengo a decir que el cerebro es más poderoso que el escote a la hora de hacer
que un hombre pierda la cabeza por una mujer.
Hace poco
conocí a un estudioso de la medicina china que me explicaba el peligro de
intervenir el cuerpo por secciones. “El ser humano es un todo, un equilibrio
completo”, me dijo. Y yo, en medio de la torpeza de mi obsesión mental solo vi
mi momento para preguntar qué era bueno para bajar de peso. La respuesta me
avergonzó y al mismo tiempo me puso de nuevo frente al espejo. Fue contundente
y directo: “Lo único para eso es quererse a uno mismo”.
Reconozco
lo difícil que se ha vuelto bajo esta dictadura poner en práctica ese principio,
siempre tan fundamental para la humanidad. Desde ese día, cada vez que siento
que algo no está en su lugar o que me antojo de alguna técnica novedosa para
quitar las arrugas del codo, vuelvo y me lo repito.
La belleza
conmueve, trato de pensar en dónde está ese sentimiento, y entonces mi espejo
se amplía y me muestra la originalidad de la naturaleza, lo escarpado y diferente
de cada montaña, la irregularidad impredecible del mar, lo diversas que son las
aves o la cantidad inimaginable de texturas y olores que hay sobre la Tierra.
Siento cómo vibro con la historia de una comunidad que cambia el orden de las
cosas, y le apuesta a la solidaridad; o un muchacho que lucha contra la adversidad y se
sumerge en el arte. Los ojos se me aguan al ver la emoción de un par de casados
que sueñan en adoptar un niño o la cara de un papá cuando su esposa da a luz.
El ejercicio es arduo, pero poco a poco mis ojos se abren para liberar el alma. Al final, solo es ella quien en verdad sabe en dónde vive la belleza.