lunes, 12 de mayo de 2014

Que caiga la dictadura de la belleza

Tengo que confesar que a pesar de que me las doy de rebelde, estoy sometida a la peor de las dictaduras vigentes, la de la belleza envasada.

Con solo 15 minutos de televisión cualquier ser humano occidental se puede convencer de que para ser bello hay que ser delgado, joven, sano, tener dientes blancos, dinero y sobre todo, para ser amado hay que ser bello. Para todo eso hay una industria gigante que grita como paisa en plaza, “le tengo la solución”.

Ya está claro que el estándar de belleza cambia en cada etapa de la historia, se adapta a la cultura y como hoy es una, mañana es otra. Pero señoras y señores, lo que tenemos aquí es un monstruo de siete cabezas que amenaza a los sectores más vulnerables de la población, las mujeres, los adolescentes, los niños y los adultos mayores.

En un frasco encontrará el remedio contra la enfermedad, la vejez y la obesidad. Sin embargo, eso no es suficiente. No sé ustedes, pero yo tengo una cantidad de pociones que contienen el secreto de la juventud para cada rincón del cuerpo. Entonces se le tiene la del contorno de ojos, la punta del pelo, el andén del labio y el rabito de la oreja. La búsqueda jamás acaba, cada vez que visito un supermercado, un almacén de cosméticos o una simple droguería caigo en sus garras. Voy por seda dental y termino comprando un protector para las manchas de los bombillos, una crema para que no salgan canas y más y más belleza en frasco.

Cuando cambié de ciudad me di cuenta de que el estándar actual es un dictador despiadado. En donde vivo las mujeres sienten la presión de una cirugía plástica casi al mismo tiempo en que pasan el peaje, pero si se recorre el país solo hay diferencias en tamaños y proporciones. Este dictador ofrece para todas la cantidad de cirugías que puede sostener un bolsillo, bajo el blando código de ética del comercio estético. Mi ojo montañero se escandaliza con las trememundas colas que desfilan en las calles, pero también es mi propio verdugo cuando estoy frente al espejo.

El poder que le hemos dado a esta dictadura se nos está saliendo de control. Atacamos a las niñas sin misericordia, tanto así que algunos de mis allegados en vez de preguntar por el clima o un simple cómo te va, las reciben diciéndole: “estás como gordita”. Esa es la forma de alimentar esa insaciable necesidad de ser aceptado, creamos entre todos un estereotipo deforme, tanto que su rostro lo perdió en la última rinoplastia.

Lo más cruel de esta nueva modalidad de fascismo es que realmente no se preocupa por la salud humana, no va en el enaltecimiento de la virtud, ni siquiera en un sentido estético que aliviane el espíritu humano y logre el verdadero fin de la belleza, conmover.

Con qué cara vengo yo a decirles a las yayitas que su deformación es tan grave como un ataque con ácido. Porque querida Yayita, si eres igual a un molde, pierdes el nombre, te quedas sin esencia y respondes nada más a una imagen prediseñada para fabricar dinero en masa. Te desfiguras. Apenas termino esta frase mi autoridad moral se refunde entre las cremas de mi tocador, entre los miles de pesos que he invertido en gimnasios, en masajes, en técnicas que aprietan aquí  para que no se vea allá. Cómo les vengo a decir que el cerebro es más poderoso que el escote a la hora de hacer que un hombre pierda la cabeza por una mujer.

Hace poco conocí a un estudioso de la medicina china que me explicaba el peligro de intervenir el cuerpo por secciones. “El ser humano es un todo, un equilibrio completo”, me dijo. Y yo, en medio de la torpeza de mi obsesión mental solo vi mi momento para preguntar qué era bueno para bajar de peso. La respuesta me avergonzó y al mismo tiempo me puso de nuevo frente al espejo. Fue contundente y directo: “Lo único para eso es quererse a uno mismo”.     

Reconozco lo difícil que se ha vuelto bajo esta dictadura poner en práctica ese principio, siempre tan fundamental para la humanidad. Desde ese día, cada vez que siento que algo no está en su lugar o que me antojo de alguna técnica novedosa para quitar las arrugas del codo, vuelvo y me lo repito.

La belleza conmueve, trato de pensar en dónde está ese sentimiento, y entonces mi espejo se amplía y me muestra la originalidad de la naturaleza, lo escarpado y diferente de cada montaña, la irregularidad impredecible del mar, lo diversas que son las aves o la cantidad inimaginable de texturas y olores que hay sobre la Tierra. Siento cómo vibro con la historia de una comunidad que cambia el orden de las cosas, y le apuesta a la solidaridad; o un muchacho que lucha contra la adversidad y se sumerge en el arte. Los ojos se me aguan al ver la emoción de un par de casados que sueñan en adoptar un niño o la cara de un papá cuando su esposa da a luz.

El ejercicio es arduo, pero poco a poco mis ojos se abren para liberar el alma. Al final, solo es ella quien en verdad sabe en dónde vive la belleza.