¿Qué es lo perfecto?
Como periodista esa pregunta asecha a diario, los errores se pagan caros ante
el público y causan culpa, recriminaciones y ayudan a los acomplejados a
regodearse en su envidia. Entonces, si lo vemos desde esa perspectiva, lo
perfecto suele ser lo que se ve bien.
Verse bien y el qué
dirán son dos expresiones que salen del mismo lugar, del temor por la sociedad,
del temor al juicio ajeno. Compruebo, cada día, que los demás se convierten en
un ser invisible, todo poderoso, capaz de anular los sueños, las ideas y hasta
la forma en que nos vestimos. Jamás me comí el cuento de lo integral. La
estudiante integral, la profesional integral, el trabajador integral, la mujer
integral. Ser integral, si lo tomamos literalmente, es como ser simplón, sin
carácter, sumir la panza, huirle al conflicto y servir para todo, pero ante todo el lema de lo integral es el
siguiente: A todos les cae bien.
En ese afán de caer
bien se comenten los peores errores de la vida de una persona. Elegir carrera, pareja,
conservarla, no asumir la condición sexual, dejarse mangonear por los amigos,
el jefe, la familia. En el peor de los casos, ser un lambón de la sociedad.
Como mi tema es lo
femenino, he estado echando cabeza a ejemplos de mujer integral. Ojo, no
confundir con íntegra. Pero entonces me di cuenta de que en cualquier lado hay
juicios, de la intelectual hacia la frívola y viceversa. Si se hace cirugías,
si no se las hace. Porque no baja de peso o porque se la pasa haciendo dieta. Porque
se lo da o porque se lo da a la otra. Porque se quiere casar o porque
se quiere quedar soltera. "Es que sos una complicada" o "por qué no sos más llevadera".
¿Por qué insistimos
tanto en ponernos cinturones de castidad, de maternidad, de competencia, de
complacencia? Voy a bautizar de ahora en
adelante todo este aparataje femenino como los corsés mentales. Así que
apretamos, nos apretamos las unas a las otras y al final, apenas si dejamos
respirar al diafragma interno, perdemos la flexibilidad, nos volvemos duras,
tiesas, simplonas, como una galleta integral. En el camino se va perdiendo la
propia personalidad, el saborcito.
En estos días en un
escándalo muy sonado una líder religiosa cristiana decía que la conciencia era
el qué dirán. Si se saca todo lo descabellado de su declaración, creo que en ese
punto la señora tiene toda la razón. Esa voz de la conciencia tiene un cultivo
ajeno, tan es así que se activa para decir qué no se debe hacer. Jamás he
escuchado a nadie que la voz de la conciencia le diga: “renuncia, cambia de
trabajo, ve y busca tu sueño”. O “deja a ese hombre que no quieres, empieza de
nuevo y confía en ti misma”. La voz de la conciencia, como me la han pintado,
se parece más a la voz de una matrona antioqueña imponiendo miedo que una voz
liberadora que le diga a una mujer: “el sexo es bueno, es placentero, y el
placer no es malo, es buenísimo”, para poner un ejemplo.
Para llegar a todas
estas afirmaciones tuve que ponerme como sujeto experimental, y medir en carne
propia dos cosas: ¿Puedo vivir sin la voz de la conciencia? ¿Manejo con
tranquilidad la voz de la conciencia popular? Aún no tengo respuesta,
siento que mi conciencia está permeada por los demás, llena de experiencias, de
nuevas perspectivas, historias, y sí, como no, la de esa señora exagerada,
pesimista y tremendista contra la que me toca pelear a diario.
Pero del experimento
sí me quedó clara una cosa, mi voz, mi propia voz ha renunciado, - es una
decisión unánime porque estoy de acuerdo con ella-, a ser una integral. Entre mis ingredientes está llevar la contraria, así sea por el simple placer de hacerlo. Tenderé hasta mi último día en la tierra a ser rebelde hasta con mis propias ideas y
arriesgarme a caerle mal a otros, ser la piedra en el zapato o simplemente
dejar de querer lo que me cae pesado, lo que ya no combina con mi propio ser.
Obvio que es arriesgadísimo no ser un producto light, pero al final es lo que
me hace feliz, ser absolutamente sabrosa.