Mujer sentada con la pierna cruzada. Pablo Picasso. |
Las mujeres, muchas mujeres, algunas mujeres, yo como otras
mujeres, creí por algún tiempo que el derecho de tocar mis partes íntimas era
de los hombres y que tocármelas, verlas, conocerlas, explorarlas y llegar a la
masturbación era un acto pecaminoso, sucio, indigno, que representaba
frustración o soledad. Como si mi vagina estuviera hecha solo para el servicio
de otro ser humano.
Voy a hablar del sexo de las mujeres, porque es el campo que
conozco, mi propio cuerpo. No podría hablar como un sexólogo, una experta en kamasutra
o como una bióloga, porque solo sé hablar como mujer. Así que este escrito me
sale de las entrañas. No del corazón. Creo que me sale de la conexión intensa
que he descubierto entre la mente y la vagina.
Esta furia vaginal nace de ese tabú que este día ha llegado
a su fin en mi cabeza, porque me siento ofendida, engañada y autoengañada por
una idea que cargamos antes siquiera de haber nacido y que se fomenta en una
red oscura movida por la sociedad, no sé si la mundial, la americana, la
latinoamericana o simplemente la colombiana.
La furia además, se me ha subido hasta la cabeza al darme
cuenta de que las nuevas generaciones no han cambiado mucho. He visto
sonrojarse a varias solteras jóvenes cuando les he preguntado si se han visto
la vagina, si saben cómo es, si se masturban para saber qué es un orgasmo. Y
estoy coleccionando ahora mismo frases en mi mente que me refuerzan la idea de que
el machismo más allá del estereotipo del barrigón bigotudo que le dice a la
mujer “eche pa’ la pieza”, es un régimen autoimpuesto.
“Ay cochina”, “eso no se hace”, “qué tal”, “esas cosas no se
preguntan”. Entre otras como: “nunca me gustó cómo me besaba”, “yo fingí para que
dejara de preguntarme si me había venido”, “le digo que hagamos esta posición
para que se venga rápido y no me moleste”, “quién se va a mirar por allá”, “lo
hago simplemente para complacerlo”, “lo hago porque lo pide el cuerpo, no
porque me guste”, “es que las calenturas de esos años se perdieron”. Puedo
seguir.
La más reciente conversación fue con una joven que me abrió
los ojos a una realidad de golpe: Las mujeres aprenden primero a fingir un
orgasmo que a tenerlo. Es más, algunas no creen en su existencia.
Y no les voy a echar
la culpa a los hombres, pero lo que más me indigna del asunto es que son ellos
precisamente los que nos inician, en la mayoría de casos, en la sexualidad
propia. Sería un acto muy altruista si no viniera detrás un interés del que
nosotras también nos olvidamos. Su pareja, señorita, está más interesado en su
propio placer que en el suyo y, lo peor o lo mejor del asunto es que así
debería de ser para ambas partes.
Entonces la vagina se convierte en un ser oscuro, en un
tesoro, en un objeto del deseo, de especulación en el que se sobrevalúan actos
como la pérdida de la virginidad. Miren entonces esta reflexión: perder la
virginidad es un momento ‘especial’. Se cuenta a otras mujeres, en algunos
casos con magia y uno que otro unicornio.
Masturbarse por primera vez es un momento para ocultar, un ejercicio que
se practica, pero no se divulga. Las más dignas sostienen la cabeza en firme
diciendo que jamás lo han hecho.
Ahora los padres en un acto de resignación aceptan que sus
hijas tengan sexo, las sientan, les toman la mano e incluso las llevan al
médico para que les receten el método de planificar de moda. En medio de esas
conversaciones no se habla del placer. Creo que pocas mamás preguntan al final
de tan aparatoso momento: “¿Y te gustó?”.
Quisiera en el fondo de mi furia vaginal, que estas reacciones fueran producto de algún prejuicio, de un estereotipo o de
alguna impresión que se me ha creado en mi cabeza treintañera. No. Son el
resultado de años de conversaciones con mis amigas, de escuchar las de otras
mujeres, de no saber qué responder a frases como: “será que tengo un problema”,
“él me dice que soy insaciable”, “es que soy muy complicada para llegar”, “él
me dice frígida”, “¿por qué será que a las casadas les da pereza el sexo?”.
Yo respeto mucho a las mujeres, quisiera sentirlas más seguras
desde más pequeñas, que una relación amorosa no se convirtiera en el único
asunto que ocupa sus cabezas y que los hombres las admiraran más por ser ellas
mismas que por lo que pueden dar. Quisiera poder analizar también cómo es el universo
de las lesbianas, de cómo se puede fracturar ese esquema que somete una
parte del cuerpo al escrutinio público y que excluye el más importante, el
propio.
Digamos que liberé un poco esta indignación, que me puedo
dar por satisfecha, porque he roto mi propio tabú. Siento, sin embargo, que
podría hacer más, cualquier cosa para que seamos dueñas de nuestro cuerpo como
nuestro primer territorio, un conocimiento fundamental que nos llevará a
apoderarnos del mundo.