miércoles, 23 de octubre de 2013

Dueñas de nuestra vagina



Mujer sentada con la pierna cruzada. Pablo Picasso. 

Las mujeres, muchas mujeres, algunas mujeres, yo como otras mujeres, creí por algún tiempo que el derecho de tocar mis partes íntimas era de los hombres y que tocármelas, verlas, conocerlas, explorarlas y llegar a la masturbación era un acto pecaminoso, sucio, indigno, que representaba frustración o soledad. Como si mi vagina estuviera hecha solo para el servicio de otro ser humano.

Voy a hablar del sexo de las mujeres, porque es el campo que conozco, mi propio cuerpo. No podría hablar como un sexólogo, una experta en kamasutra o como una bióloga, porque solo sé hablar como mujer. Así que este escrito me sale de las entrañas. No del corazón. Creo que me sale de la conexión intensa que he descubierto entre la mente y la vagina.

Esta furia vaginal nace de ese tabú que este día ha llegado a su fin en mi cabeza, porque me siento ofendida, engañada y autoengañada por una idea que cargamos antes siquiera de haber nacido y que se fomenta en una red oscura movida por la sociedad, no sé si la mundial, la americana, la latinoamericana o simplemente la colombiana.

La furia además, se me ha subido hasta la cabeza al darme cuenta de que las nuevas generaciones no han cambiado mucho. He visto sonrojarse a varias solteras jóvenes cuando les he preguntado si se han visto la vagina, si saben cómo es, si se masturban para saber qué es un orgasmo. Y estoy coleccionando ahora mismo frases en mi mente que me refuerzan la idea de que el machismo más allá del estereotipo del barrigón bigotudo que le dice a la mujer “eche pa’ la pieza”, es un régimen autoimpuesto.

“Ay cochina”, “eso no se hace”, “qué tal”, “esas cosas no se preguntan”. Entre otras como: “nunca me gustó cómo me besaba”, “yo fingí para que dejara de preguntarme si me había venido”, “le digo que hagamos esta posición para que se venga rápido y no me moleste”, “quién se va a mirar por allá”, “lo hago simplemente para complacerlo”, “lo hago porque lo pide el cuerpo, no porque me guste”, “es que las calenturas de esos años se perdieron”. Puedo seguir.

La más reciente conversación fue con una joven que me abrió los ojos a una realidad de golpe: Las mujeres aprenden primero a fingir un orgasmo que a tenerlo. Es más, algunas no creen en su existencia.

Y  no les voy a echar la culpa a los hombres, pero lo que más me indigna del asunto es que son ellos precisamente los que nos inician, en la mayoría de casos, en la sexualidad propia. Sería un acto muy altruista si no viniera detrás un interés del que nosotras también nos olvidamos. Su pareja, señorita, está más interesado en su propio placer que en el suyo y, lo peor o lo mejor del asunto es que así debería de ser para ambas partes.

Entonces la vagina se convierte en un ser oscuro, en un tesoro, en un objeto del deseo, de especulación en el que se sobrevalúan actos como la pérdida de la virginidad. Miren entonces esta reflexión: perder la virginidad es un momento ‘especial’. Se cuenta a otras mujeres, en algunos casos con magia y uno que otro unicornio.  Masturbarse por primera vez es un momento para ocultar, un ejercicio que se practica, pero no se divulga. Las más dignas sostienen la cabeza en firme diciendo que jamás lo han hecho.

Ahora los padres en un acto de resignación aceptan que sus hijas tengan sexo, las sientan, les toman la mano e incluso las llevan al médico para que les receten el método de planificar de moda. En medio de esas conversaciones no se habla del placer. Creo que pocas mamás preguntan al final de tan aparatoso momento: “¿Y te gustó?”.

Quisiera en el fondo de mi furia vaginal, que estas reacciones fueran producto de algún prejuicio, de un estereotipo o de alguna impresión que se me ha creado en mi cabeza treintañera. No. Son el resultado de años de conversaciones con mis amigas, de escuchar las de otras mujeres, de no saber qué responder a frases como: “será que tengo un problema”, “él me dice que soy insaciable”, “es que soy muy complicada para llegar”, “él me dice frígida”, “¿por qué será que a las casadas les da pereza el sexo?”.

Yo respeto mucho a las mujeres, quisiera sentirlas más seguras desde más pequeñas, que una relación amorosa no se convirtiera en el único asunto que ocupa sus cabezas y que los hombres las admiraran más por ser ellas mismas que por lo que pueden dar. Quisiera poder analizar también cómo es el universo de las lesbianas, de cómo se puede fracturar ese esquema que somete una parte del cuerpo al escrutinio público y que excluye el más importante, el propio.

Digamos que liberé un poco esta indignación, que me puedo dar por satisfecha, porque he roto mi propio tabú. Siento, sin embargo, que podría hacer más, cualquier cosa para que seamos dueñas de nuestro cuerpo como nuestro primer territorio, un conocimiento fundamental que nos llevará a apoderarnos del mundo.