sábado, 30 de noviembre de 2013

El sexo desobediente

Esta columna está escrita para las amantes, las brujas, las locas, las vagabundas, las rebeldes, las que se mandan solas. Para todas las desobedientes. Será mi manera de reafirmar a las que se alzaron la bata, se quitaron el moño y  se les corrió la teja. Esas que andan por el mundo sin Dios y sin Ley.

Cargar por milenios con el peso de la tentación y el de la culpa ha dado como resultado una serie de palabras que usamos como instrumento de tortura. Con ellas condenamos a otras mujeres. Sancionamos a la “otra”, como si los hombres fueran la joya indefensa de la corona; a la “solterona”, como si tuviera una enfermedad incurable, y a la “marimacha” como si la diferencia fuera una plaga para erradicar.

Para discriminar a la que alzó su propio vuelo hay un montón de expresiones, que yo misma he repetido cuando pensaba que encajaba en algún grupo social lleno de orden y obediencia: “quitamaridos, destruye hogares, moza, zunga, retacadora, calenturienta, casquillera, calientahuevos…”.

Escuché por mucho tiempo la queja de las santas, las mártires, las inmoladas en el altar doméstico. Los lamentos de las que soportaron maridos mujeriegos, novios abusivos o prefirieron ponerse un cinturón de castidad mental antes de tener sexo con el ser que amaban o que simplemente les atraía. Desmitificar a la víctima, a la desamparada, es el trabajo de la desobediente.

Mi llamado al aquelarre recuerda como siempre, que el machismo es una creencia autoinfligida. Hace poco soporté con estoicismo a un hombre gallinazo, que pensó que por ponerle conversación le estaba dando entrada, como se dice vulgarmente. Primero recurrí al papel de la víctima, el escenario conocido que no sirvió para nada. Luego intenté ignorarlo, como si la indiferencia realmente fuera un látigo. Al final, cuando me vi presionada y perseguida conté lo que me estaba pasando y encontré, especialmente en los hombres, a unos aliados fieles que me sirvieron de escudo, guardaespaldas y espantapájaros.

Durante todo el episodio mi cabeza buscaba alguna muestra de un comportamiento que hubiese detonado tal acoso. ¡Así fue que terminé buscando en mí misma a una provocadora! Entonces, reflexionando, se me vino otra pregunta: ¿Por qué se mantiene en el éter esa idea del sexo obediente? “Juiciosa, bien portada, sea madura, una niña buena, niña de bien, niña de su casa, calladita”. Qué asco.

Si retrocedemos la historia, el llamado es claro: Querida mujer, si no te hubieras arriesgado no hubiéramos descubierto el sabor del árbol de la vida. Para mal o para bien nuestro llamado divino es a la desobediencia.  Y entonces vuelvo a mi reafirmación: agradezco a la que por primera vez se fue de su casa a vivir sola. A la que venció la mirada juzgadora de otras mujeres, de su familia, de sus amigos y hasta de sus vecinos y luchó por el hombre que amaba.

Gracias querida bruja por obtener un poder sobrehumano capaz de hacer temblar a las más grandes instituciones. Bendita seas calenturienta por descubrir para las demás la libertad del orgasmo. Un aplauso para todas las que en contra del viento y la marea cultural lograron que tuviéramos voto ciudadano. Otro para la que queriendo ser ella misma logró mover a un país entero y a esa que atendió primero a su propio llamado y haciendo uso del instinto y la inteligencia acalló los prejuicios internos, aceptó su condición sexual y fue feliz.

Entonces al final hay que darle una felicitación sincera a las heroínas cotidianas: las madres que también disfrutan de sus carreras, aquellas que terminaron el bachillerato cuando ya sus hijos estaban en la universidad o las que dominan el tránsito por encima de las burlas sexistas. Esta columna es para todas esas mujeres que vencen las cadenas mentales y diariamente son el ejemplo activo del sexo desobediente.  

miércoles, 23 de octubre de 2013

Dueñas de nuestra vagina



Mujer sentada con la pierna cruzada. Pablo Picasso. 

Las mujeres, muchas mujeres, algunas mujeres, yo como otras mujeres, creí por algún tiempo que el derecho de tocar mis partes íntimas era de los hombres y que tocármelas, verlas, conocerlas, explorarlas y llegar a la masturbación era un acto pecaminoso, sucio, indigno, que representaba frustración o soledad. Como si mi vagina estuviera hecha solo para el servicio de otro ser humano.

Voy a hablar del sexo de las mujeres, porque es el campo que conozco, mi propio cuerpo. No podría hablar como un sexólogo, una experta en kamasutra o como una bióloga, porque solo sé hablar como mujer. Así que este escrito me sale de las entrañas. No del corazón. Creo que me sale de la conexión intensa que he descubierto entre la mente y la vagina.

Esta furia vaginal nace de ese tabú que este día ha llegado a su fin en mi cabeza, porque me siento ofendida, engañada y autoengañada por una idea que cargamos antes siquiera de haber nacido y que se fomenta en una red oscura movida por la sociedad, no sé si la mundial, la americana, la latinoamericana o simplemente la colombiana.

La furia además, se me ha subido hasta la cabeza al darme cuenta de que las nuevas generaciones no han cambiado mucho. He visto sonrojarse a varias solteras jóvenes cuando les he preguntado si se han visto la vagina, si saben cómo es, si se masturban para saber qué es un orgasmo. Y estoy coleccionando ahora mismo frases en mi mente que me refuerzan la idea de que el machismo más allá del estereotipo del barrigón bigotudo que le dice a la mujer “eche pa’ la pieza”, es un régimen autoimpuesto.

“Ay cochina”, “eso no se hace”, “qué tal”, “esas cosas no se preguntan”. Entre otras como: “nunca me gustó cómo me besaba”, “yo fingí para que dejara de preguntarme si me había venido”, “le digo que hagamos esta posición para que se venga rápido y no me moleste”, “quién se va a mirar por allá”, “lo hago simplemente para complacerlo”, “lo hago porque lo pide el cuerpo, no porque me guste”, “es que las calenturas de esos años se perdieron”. Puedo seguir.

La más reciente conversación fue con una joven que me abrió los ojos a una realidad de golpe: Las mujeres aprenden primero a fingir un orgasmo que a tenerlo. Es más, algunas no creen en su existencia.

Y  no les voy a echar la culpa a los hombres, pero lo que más me indigna del asunto es que son ellos precisamente los que nos inician, en la mayoría de casos, en la sexualidad propia. Sería un acto muy altruista si no viniera detrás un interés del que nosotras también nos olvidamos. Su pareja, señorita, está más interesado en su propio placer que en el suyo y, lo peor o lo mejor del asunto es que así debería de ser para ambas partes.

Entonces la vagina se convierte en un ser oscuro, en un tesoro, en un objeto del deseo, de especulación en el que se sobrevalúan actos como la pérdida de la virginidad. Miren entonces esta reflexión: perder la virginidad es un momento ‘especial’. Se cuenta a otras mujeres, en algunos casos con magia y uno que otro unicornio.  Masturbarse por primera vez es un momento para ocultar, un ejercicio que se practica, pero no se divulga. Las más dignas sostienen la cabeza en firme diciendo que jamás lo han hecho.

Ahora los padres en un acto de resignación aceptan que sus hijas tengan sexo, las sientan, les toman la mano e incluso las llevan al médico para que les receten el método de planificar de moda. En medio de esas conversaciones no se habla del placer. Creo que pocas mamás preguntan al final de tan aparatoso momento: “¿Y te gustó?”.

Quisiera en el fondo de mi furia vaginal, que estas reacciones fueran producto de algún prejuicio, de un estereotipo o de alguna impresión que se me ha creado en mi cabeza treintañera. No. Son el resultado de años de conversaciones con mis amigas, de escuchar las de otras mujeres, de no saber qué responder a frases como: “será que tengo un problema”, “él me dice que soy insaciable”, “es que soy muy complicada para llegar”, “él me dice frígida”, “¿por qué será que a las casadas les da pereza el sexo?”.

Yo respeto mucho a las mujeres, quisiera sentirlas más seguras desde más pequeñas, que una relación amorosa no se convirtiera en el único asunto que ocupa sus cabezas y que los hombres las admiraran más por ser ellas mismas que por lo que pueden dar. Quisiera poder analizar también cómo es el universo de las lesbianas, de cómo se puede fracturar ese esquema que somete una parte del cuerpo al escrutinio público y que excluye el más importante, el propio.

Digamos que liberé un poco esta indignación, que me puedo dar por satisfecha, porque he roto mi propio tabú. Siento, sin embargo, que podría hacer más, cualquier cosa para que seamos dueñas de nuestro cuerpo como nuestro primer territorio, un conocimiento fundamental que nos llevará a apoderarnos del mundo. 

miércoles, 3 de abril de 2013

Señales para cazar a un acuático

Estamos los acuáticos, los que creemos en los poderes del color del mar, sentimos que la vida pasa mejor a la orilla del río. Somos a los que el pescado crudo nos hace agua la boca y nadamos horas interminables. Navegamos, nos dejamos navegar. Buscamos siempre la orilla, el límite, el borde que se une con el sol. Los que hallamos sin querer océanos eternamente profundos. Somos los que nos sumergimos, amamos en silencio y en medio de una larga autopista imaginamos que estiramos la mano para tocar con la yema de los dedos cualquier superficie húmeda. Un lago, un estanque, un aguacero, las gotas que salen de la ducha. Estamos los acuáticos.
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"Cuéntame"
  
Supongo que somos muchos, pero hasta ahora solo sé que existo yo.

"Como el Principito en una isla"

He encontrado rasgos de acuáticos en ciertos humanos, pero luego, si te hundes en sus ojos, te das cuenta de que simplemente les gusta el agua.  
No tenemos miedo de ahogarnos y nuestro sueño recurrente es nadar o dormitar elevados a pocos centímetros del mar.  
Sentimos, cuando braceamos, que no hay ninguna diferencia entre flotar y soñar en un colchón de la tierra.

Si los miras fijo, te darás cuenta de que tienen agua en los ojos. Se nota más en la mañana. Los abren con naturalidad ante la fuerza del río, la sal marina o el cloro de las piscinas.

Padecen de intensa sed y piel seca, pero por contradicción aman el calor y buscan orillas y objetos que se diluyan. Podrías toparte con uno si visitas túneles sobre las avenidas, por dentro se sienten sumergidos y sobre ellos evocan el paso de la corriente.  
Pasan horas sentados en un puente con su mirada fija en las piedras, recordando la riqueza del limo, bordeando con los dedos la forma de la espuma, descubriendo peces o simplemente arrullándose con el sonido de la purificación. Oímos cómo respira el agua.

Nuestra sed nos agobia por los poros del cuerpo. Así que cuando decimos "agua" nos metemos de pies a cabeza y la bebemos como bocanadas de oxígeno.


Compran como frenéticos vasos de cristal, sombrillas, atomizadores, jarrones, floreros, mecedoras y columpios.   

Pero me temo mi querido amigo que nos refundimos en el mundo terrestre. Es tan obvio, ante la vitalidad del agua nosotros parecemos gente. Nos camuflamos entre los de a pie, nos reímos en las ventiscas y nos inunda la melancolía con las brisas de verano. 

Cuando un acuático se abraza a otro cuerpo en las noches, no duerme. En silencio está rogando para que llueva.



domingo, 20 de enero de 2013

La niña de los 50


Ella es su niña de los 50. Se lo encontró casualmente y al verlo le dio fiebre de bajo vientre. Él era feo, muy feo, pero resplandeciente. Dice él, pasados los años, que ella lo iluminaba todo.
Hablaron cualquier tontería. Vagos los dos. 10 minutos después, mientras él discutía sobre la crisis cafetera, le envió un mensaje y se pusieron una cita.
Bailaron, durante horas, sin decirse nada. Desde ese día es su niña.

Tiene sus requisitos ese oficio. Él exige energía, demanda cada instante. La escurre para ser escurrido. Ser la niña de los 50 es similar a llevar una doble vida. Trabajar más para dedicarle tiempo a los caprichos de un niño grande y ponerse traje de dama cuando necesita una mujer al lado.

La familia fue la parte más dura, porque siempre andaba de minifaldas para complacerlo, pero la abuela la miró de arriba a abajo y le pronosticó de frente que ese antojo no iba a durar.

Anotó la fecha de su cumpleaños en un calendario. 49, faltan 365 días para el final. Faltaban dos meses y después de tantas peleas de novios colegiales y despedidas infructuosas, nada apagó la fiebre. Se llaman con los dedos acalorados, con palabras frenéticas. Habrase visto tanto deseo en dos personajes tan opuestos.

Y la niña probó con 30, con 18, con 40. Algo tenía ese número, entre las burlas sobre el viagra, la panza y el geriátrico.

Honestamente ya no era tan niña.

Justo en la raya del día preciso él habló de amor. Amar amarse a la hora del amor. ¿Una niña de los 50 puede amar. Puede amarse. Puede vivir del amor?

Excesivo, exagerado, desesperado por volver a poseerla, la buscó entre los tropiezos que habían creado. Estaba escondida, recogida como un feto en un rincón con esa palabra retumbando entre el calendario y sus ganas de él.

Si le dieran el nombre de su temor. Quién arriesga perder su tranquilidad, su libertad, por amar.

Con los niños hay que ser pacientes. - Él perdió el miedo-.

Se dio cuenta cuando la tomó de la mano para subirla al carro, cuando la abrazó con fuerza frente a sus colegas, cuando empezó a preguntarle ¿cómo te fue hoy?.

Las arrugas llegaron, porque siempre llegan. También encaneció. No hubo hijos. Llegó la vejez en forma de mujer.

Él es su niño de los 50. Lo baña en las mañanas. Lo toma del brazo para subirlo al carro. Lo abraza con fuerza frente a sus colegas. Le cubre los hombros en los días fríos.

En las noches recuerdan los días del  calor. Él se sienta con una cobija sobre las rodillas. Y sin el pudor de la edad que los unió, ella se quita la ropa y baila. Baila, como bailaba la niña de los 50.