Un día empaqué mi maleta, ropa de invierno, ropa de verano y ropa para la humedad. Cuadernos, libros y un lapicero nuevo. Arranqué mi marcha hasta donde quise y corrí tanto, que mirar atrás y ver cómo iba dejando todo sin poder agarrar siquiera lo que venía me dio placer absoluto.
Así quería mi vida, ver pasar, sentir cambiar, dejar ir. Sin asir nada que no tuviera el don de la perdurabilidad, que al final no es mucho ni pesa tanto. La liviandad se tomó mi vida y el camino, el aire y el agua fueron mi trayectoria.
Una mañana estuve en tres ciudades distintas a la vez. Recorrí pasos en murallas viejas y hablé con cuanto extraño se me cruzó. Fui tan feliz. Sonreía sin explicármelo mucho y al parecer la simpatía de los demás me la gané simplemente porque el miedo se me refundió entre tanto devenir.
Devenir, devenir, devenir…
De vuelta en alguna parte, cumpliendo un sueño de la adolescencia, sentí el dolor en cada hueso. No tenía ya nada en la cabeza y el corazón estaba exhausto de tanto gozo. La dicha también produce cansancio. Llegué por fin a la cama y con la calidez de un destino dije para mis adentros, ya no quiero viajar más.
Hallado un nuevo reposo dormí una tarde entera, sin poder ver bien lo que pasaba. Calor, tranquilidad y descanso. Pero mis caderas no se ajustaban a una cama diferente, cada ciudad era tan distinta, tan distante a una que de a poco se hizo mía. El estómago extrañaba, hacer falta, echar de menos, hogar. Lo propio, lo mío. Que viene siendo como un llamado.
Último viaje a una familia unitaria, compuesta por otros tejidos que apenas recuerdo cuando los voy tocando. Tangibles, se van convirtiendo en la versión mía que más disfruto, la auténtica, la autónoma, libre, también, descubierta en un viaje interno, tan agotador como el que se va al mundo.
Va el regreso, el regreso al mismo viaje, ese en el que soy la nave.