domingo, 18 de diciembre de 2011

Mi ronroneo en las bibliotecas


Leer no era nada del otro mundo en mi casa, mi mamá me enseñó casi a la par en que me explicaba cómo se pronunciaban las palabras y con cada pregunta de la vida la respuesta era la misma: busca en la biblioteca.
Los libros fueron llegando gracias a ventajas casuales, como una tía que trabajaba en Carvajal y una mamá que tenía crédito con un librero que ahora es renombrado en la ciudad. Los libros estaban ahí, me acompañaban al colegio y tenían todo lo que yo quería saber del mundo. No era tampoco una relación de amistad, seguía jugando, visitando amigas y viendo mucha televisión, simplemente que en el panorama estaban ellos.
En el colegio el castigo por llegar tarde era una mañana de encierro en la biblioteca, en consecuencia el recinto permanecía desolado. Un día, por cosas de la vida, di con él y creo que la encargada se alegró mucho de tener una visita frecuente. Mi primer libro de salón de ácaros fue el Elogio a la locura, y me pareció increíble que alguien pudiera tener junto tanto delirio en el cuerpo. La bibliotecaria era parecida al estereotipo, una señora altísima, seria, de cabello semicano y de voz grave. No era más o menos amable, era parca y lo que siempre pensé era que le pagaban por estar ahí, así no lo disfrutara. Pero no me frenó su presencia. Después de la locura me persiguió Gabriel García Márquez, consideré yo que después de tanta algarabía ya era la hora para enfrentarme al tan mentado Cien años de soledad. Rebusqué en vano todos los rincones de la biblioteca. La señora, de la que no recuerdo el nombre, se llenó la cabeza de polvo y entre estornudos y manos resecas encontramos libros que ni imaginábamos que estaban en un colegio de monjas, pero ese, no.
Ni sé cómo era que podía pasar tanto tiempo en la biblioteca. Las clases eran estrictas y solamente salíamos para ir al baño y a la que vieran en los corredores la castigaban en el acto. Pero sí recuerdo mis últimos años de colegio pienso en nosotras buscando por horas el libro de García Márquez. Ella nunca me preguntaba si tenía clase o si me había fugado, tampoco creo que mi rebeldía en esa época hubiera dado para tanto. Siempre me han gustado los lugares secretos, los poco frecuentados y sobre todo los que me permiten leer en silencio. En los que me ría por lo que leo y no tenga a nadie encima preguntándome qué estoy haciendo. También creo que comencé a terminar temprano los exámenes, a decir con franqueza: "perdón profesora, pero voy para la biblioteca". Asunto arreglado.
 A pesar del tiempo invertido, Macondo y sus cien años no aparecían. Como nos empezamos a tratar con amabilidad y cierta compinchería, la bibliotecaría me dio una solución: "¿no está ese, pero están todos los demás. Por cuál vas a comenzar?".
Así que puedo decir que la lista García Marquiana se abrió a mí completamente y me devoré cada uno de sus cuentos, novelas, ensayos y artículos de prensa. Macondo adquirió una forma propia, un lugar común construido por un señor muy famoso del que no sabía nada. Cien años de soledad fue el libro más importante de mi adolescencia, porque descubrí en mi ansiedad por encontrarlo, que lo había tenido siempre a mi lado, con mi mejor amiga que me lo prestó cuando se dio cuenta por qué era que me escapaba para la biblioteca. Era mío incluso antes, lo sé porque no fue un leerlo, fue un estar en él. Era un lugar conocido, con personajes como vecinos de los que se sabe todo y al final se reúnen en detalles. Con ese libro le dije adiós a la biblioteca del colegio, porque con los brazos abiertos me recibieron las de universidad.
 La mía era una universidad privada, pero su biblioteca era completa, aunque para mis ansiedades literarias se me quedaba cortica. Mencionaré uno importante, 4 años a bordo de mi mismo. Sé que hubo más, sobre todo, porque Cielo la bibliotecaria todavía me saluda por nombre propio. Es, sin embargo, la señora Martha Traba la que me volvió a atrapar en este recinto.
Aclaro que en ese tiempo no tenía mucho para hacer, estaba escribiendo la tesis, no tenía trabajo y acababa de terminar la práctica. Para mi mamá fueron unos años de pesadilla, para mí fue una oportunidad única en la vida. (No le digan a ella, pero estaba feliz de no tener por primera vez en la vida una meta, reto o plan).
Como mis lazos con la universidad pública eran genéticos, familiares y románticos, entrar a la biblioteca de la Universidad del Valle era como llegar a la nave nodriza. Era una biblioteca de cuatro pisos y apenas si me lo podía creer. Gran parte de mi familia se formó allí, así que me dejaban por ratos en ese punto donde no me podía perder más que en letras. Mi primer carné fue allí, en una mañana hice todo el trámite y en la tarde ya estaba en el piso de colecciones con un bocado delicioso: Angelitos empantanados de Andrés Caicedo. La película fue completa al ir durante una semana únicamente a leerlo. Sentía a Caicedo caminar conmigo en Cali, lo veía pasar en los cabellos largos de los estudiantes univallunos y casi que detrás de cada par de gafas gigantes lo encontraba riéndose de mí. La ciudad caleña y los libros de Caicedo se hicieron uno solo, con el sonido de los samanes, la brisa de las cinco de la tarde y el encuentro con algún pariente.
Al regresar a mi ciudad de montañas me arriesgué, lo digo así porque era terreno desconocido, a la biblioteca de la Universidad de Caldas. Y fue ahí, el primer día, en que me encontré con la Traba. Ni sabía que ella había escrito literatura y el nombre tampoco decía nada: Los laberintos insondables. Pensé que terminaría aprendiendo de arte, estilos, pinceladas, pero nada de eso, la señora Traba también tenía su corazoncito literario y lo más extraño para mí fue que la argentina rodeada de bogotanos, terminó escribiendo de costeños. Diario caminaba de mi casa hasta la universidad y pedía el libro, que cómodamente había señalado con un separador. Nadie lo pidió en las dos semanas en las que le fui a hacer visita. Cada vez que lo dejaba sufría porque nadie lo descubriera. Hasta el sol de hoy solo lo he visto en esa biblioteca y una vez se me refundió en una librería de segunda. Los laberintos de la Traba fueron inolvidables.
De ellas tengo mucho para decir. Las he recorrido palmo a palmo. Acumulaba los libros en la mesa como si fueran tesoros incompartibles. He convivido como el insoportable olor a pollo frito del Banco de la República, que quitaba las ganas de leer y alborotaban el apetito. Los libros amarillentos de la facultad de derecho, que dejaban un polvillo que me enronquecía. O mi buena amiga bibliotecaria que me prestaba por meses los que consideraba era importante que yo leyera y me dijo en la cara que lo que yo escribía no eran cuentos, sino relatos.
 Confieso que las visito poco últimamente, que siempre las extraño y que así sea el piso más refundido de una casa de Cartagena no las dejo de buscar y ubicar en la mente. Hacen parte de ese ser extraño que soy. Que cada vez que tiene curiosidad de la vida estira la mano y echa mano de la colección de libros más cercana.

martes, 6 de diciembre de 2011

Germán Castro Caycedo narra el cuento de su vida

Germán Castro Caycedo es un cuentero de su experiencia periodística. Se sabe de memoria los sumarios de los casos judiciales que ha cubierto, almacena con exactitud los datos de los lugares que ha visitado, pero es mejor narrando los recuerdos de su vida. Eso lo demostró durante una conferencia en el salón Dabar de la Universidad Católica de Pereira este año.
Frente a unos 200 estudiantes puso a competir su voz de abuelo de 71 años con las vibraciones de los celulares, los tecleados de los blackberry y las piernas inquietas de los que intentaban vencer el sueño. Entremezclaba con pausas dramáticas sus aventuras de reportero, la metodología de las investigaciones y sus gustos personales.
En 15 minutos de charla ya había recorrido, por enésima vez, la historia de los jóvenes que se quedaron atrapados en una cueva en Zapatoca (Santander). Palabra por palabra, las mismas que había usado una hora antes para la rueda de prensa que les concedió a algunos alumnos en la biblioteca.
Cuentero
El abuelo Castro disfruta contar su historia, finge que le falla la memoria para que los escuchas le recuerden que el experto de las cavernas es el espeleólogo y que los momentos más importantes de una narración se denominan climax.
Entre el público estaban los admiradores más jóvenes, unos 10 muchachos que no paraban de tomarle fotos, pedirle autógrafos y asentir con los datos de los libros, que por supuesto, ya se habían leído.
Él los mira, los cuestiona con los pequeños ojos oscuros y ahora en tono sarcástico habla del periodismo investigativo y la vieja consigna de que todo periodismo requiere investigar. Repite términos ingleses adaptados al periodismo actual, se burla de los que aman a "Mi-a-mi" y reproduce el efecto que aprecia todo cuentero, la risa.
A la derecha del salón Dabar hay un grupo de colegiales que, al contrario de los universitarios, no se mueve y mantiene la vista fija en el escritor.
Aquellos tiempos
El cuento de su vida regresa a la nostalgia de los días en El Tiempo, de los 10 años con correctores de estilo, meses para reportear una crónica y técnicas exigidas por su jefe de redacción. "Ahora le dicen editor", el apunte infaltable en sus conferencias.
Afuera, en la papelería de la Universidad, las vendedoras se preguntan quién es el anciano que ha causado tanto alboroto en los pasillos. "Es Germán Castro Caycedo", le responde una estudiante. "Me dejó en las mismas", le dice la vendedora. "Es un escritor. El autor de Sin tetas no hay paraíso", aseguró la muchacha. Luego alguién más rectifica y les da una lista más precisa y sin contar con el popular libro de Gustavo Bolívar. Escribió El cachalandrán amarillo, La bruja, Mi alma se la dejo al diablo, El hueco, Colombia amarga, Objetivo 4. "Ahhhh, yo me leí La bruja, la de la televisión", finalizó la vendedora.
Adentro el conferencista-cuentero habla de lo suyo, la crónica. Esa que debe llevar de la mano al lector. Hace énfasis en la estructura y regresa a su cancha: cómo está investigando el secuestro de Juan Carlos, hermano del expresidente César Gaviria y da algunos anuncios de este como su próximo libro. Recita su técnica de grabar, transcribir, memorizar, reconocer y darle ritmo a la historia. Habla de la importancia del orden en que se hacen las entrevistas. Sin querer se convierte otra vez en protagonista y cuenta cómo cargó 'municiones' para hablar con el coronel encargado del operativo de entrega del secuestrado y hasta dónde tuvo que llegar para saber de la suerte de los secuestradores. Un respiro y lanza un piropo a las "mamacitas de Pereira, las mujeres más bonitas del país", de nuevo el público se ríe.
Maestro de la crónica
Les refresca a los estudiantes los tipos de estructura para contar una historia. Hace un chiste sobre Samuel Moreno y la calle 26 de Bogotá y rescata a la audiencia. Ahora habla de los tiempos recuperados y menciona a los gringos de Bogotá, que usan palabras como 'flash back'. "Esa manía de la clase media alta de imitar todo lo que viene de Mi-a-mi", recalca.
Vuelve a sí mismo y conversa sobre los monólogos y el desuso de las descripciones físicas para formar a los personajes. Para el clima de Pereira usó mocasines negros, pantalón de pana azul oscuro y una chaqueta blanca. Vestimenta jovial en un hombre que tiene la cabeza y el bigote totalmente canos. Es menudo y bajito, pero conserva aún sus cejas tupidas y negras.
Divaga por unos segundos y lleva a los asistentes a la intimidad de su casa, su biblioteca repleta de diccionarios, enciclopedias y libros sobre el color. Mueve las manos con frecuencia, golpea los micrófonos, las grabadoras, todo lo que se interponga en el camino y no permite que nada interrumpa su relato. "El factor sorpresa es una técnica indispensable en cada historia", dice para introducir su amor por el cine y cómo ha influido en sus formas de contar. Hace hincapié en el mundo sensorial y recrea de nuevo otro de sus lugares comunes: la selva.
"¿Es mucha carreta, está muy largo?", pregunta y el auditorio responde al unísono:"no maestro continúe". Los muchachos se internan con él en un paseo por el Tapón del Darién. Cuenta su tristeza por la tala de árboles y da indicaciones como de cartero, pues repite los nombres de las veredas, los pasos, las mejores rutas y hasta los nombres de los habitantes que se encontró en el camino.
Salta con suavidad a uno de sus temas favoritos, las especialidades profesionales. Destaca la labor de los botánicos, biólogos, zoólogos, ornitólogos, médicos y geólogos que constituyen el cuaderno de sus fuentes más apreciadas. "Es como tener un consejo de redacción a mano". Les explica que la mejor técnica para un periodismo diario bien hecho es tener las fuentes por profesiones.
El detalle nutre sus historias, les da el realismo, "porque en la no ficción se trata de no inventar una sola coma". Su intención es acostar al lector en la cama del enfermo de paludismo, llevarlo al lugar perdido de Colombia y que sienta hasta las distintas tonalidades de verde. Aquí llega uno de sus personajes recurrentes, el pintor neirano David Manzur.
El color exacto
Otra pausa metódica. Vuelve sus ojos al texto que ya tiene en la memoria y cuenta cómo Manzur le enseñó los tipos de verdes para encontrar los colores exactos de la selva. "Ya voy a terminar", le dice a la moderadora con ojos de abuelo conversador.
Sin querer, pasa de la selva a la historia de la colonia y los buques que cruzaron el Atlántico desde Europa. Ahora los detalles hablan de mástiles, navegación y madera. Vuelve el Castro investigador que aprendió de velas, la soledad del marinero y los tipos de azul y gris del mar.
Los estudiantes han hecho a un lado los blackberry y ríen como niños. La magia de la conferencia se ha cumplido. Se han convertido en sus nietos. Les habla del paso por el Triángulo de las Bermudas, el Ártico, sus amigos pintores y las cámaras que acompañaron sus travesías. Con cada pausa se crea un silencio profundo.
"No me inventé nada, solo investigué. Muchas gracias", finaliza. Todos aplauden y detrás del bigote blanco sale una sonrisa franca. Germán Castro Caycedo ha cumplido con la conferencia del día.