Leer no era nada del otro mundo en mi casa, mi mamá me enseñó casi a la par en que me explicaba cómo se pronunciaban las palabras y con cada pregunta de la vida la respuesta era la misma: busca en la biblioteca.
Los libros fueron llegando gracias a ventajas casuales, como una tía que trabajaba en Carvajal y una mamá que tenía crédito con un librero que ahora es renombrado en la ciudad. Los libros estaban ahí, me acompañaban al colegio y tenían todo lo que yo quería saber del mundo. No era tampoco una relación de amistad, seguía jugando, visitando amigas y viendo mucha televisión, simplemente que en el panorama estaban ellos.
En el colegio el castigo por llegar tarde era una mañana de encierro en la biblioteca, en consecuencia el recinto permanecía desolado. Un día, por cosas de la vida, di con él y creo que la encargada se alegró mucho de tener una visita frecuente. Mi primer libro de salón de ácaros fue el Elogio a la locura, y me pareció increíble que alguien pudiera tener junto tanto delirio en el cuerpo. La bibliotecaria era parecida al estereotipo, una señora altísima, seria, de cabello semicano y de voz grave. No era más o menos amable, era parca y lo que siempre pensé era que le pagaban por estar ahí, así no lo disfrutara. Pero no me frenó su presencia. Después de la locura me persiguió Gabriel García Márquez, consideré yo que después de tanta algarabía ya era la hora para enfrentarme al tan mentado Cien años de soledad. Rebusqué en vano todos los rincones de la biblioteca. La señora, de la que no recuerdo el nombre, se llenó la cabeza de polvo y entre estornudos y manos resecas encontramos libros que ni imaginábamos que estaban en un colegio de monjas, pero ese, no.
Ni sé cómo era que podía pasar tanto tiempo en la biblioteca. Las clases eran estrictas y solamente salíamos para ir al baño y a la que vieran en los corredores la castigaban en el acto. Pero sí recuerdo mis últimos años de colegio pienso en nosotras buscando por horas el libro de García Márquez. Ella nunca me preguntaba si tenía clase o si me había fugado, tampoco creo que mi rebeldía en esa época hubiera dado para tanto. Siempre me han gustado los lugares secretos, los poco frecuentados y sobre todo los que me permiten leer en silencio. En los que me ría por lo que leo y no tenga a nadie encima preguntándome qué estoy haciendo. También creo que comencé a terminar temprano los exámenes, a decir con franqueza: "perdón profesora, pero voy para la biblioteca". Asunto arreglado.
A pesar del tiempo invertido, Macondo y sus cien años no aparecían. Como nos empezamos a tratar con amabilidad y cierta compinchería, la bibliotecaría me dio una solución: "¿no está ese, pero están todos los demás. Por cuál vas a comenzar?".
Así que puedo decir que la lista García Marquiana se abrió a mí completamente y me devoré cada uno de sus cuentos, novelas, ensayos y artículos de prensa. Macondo adquirió una forma propia, un lugar común construido por un señor muy famoso del que no sabía nada. Cien años de soledad fue el libro más importante de mi adolescencia, porque descubrí en mi ansiedad por encontrarlo, que lo había tenido siempre a mi lado, con mi mejor amiga que me lo prestó cuando se dio cuenta por qué era que me escapaba para la biblioteca. Era mío incluso antes, lo sé porque no fue un leerlo, fue un estar en él. Era un lugar conocido, con personajes como vecinos de los que se sabe todo y al final se reúnen en detalles. Con ese libro le dije adiós a la biblioteca del colegio, porque con los brazos abiertos me recibieron las de universidad.
La mía era una universidad privada, pero su biblioteca era completa, aunque para mis ansiedades literarias se me quedaba cortica. Mencionaré uno importante, 4 años a bordo de mi mismo. Sé que hubo más, sobre todo, porque Cielo la bibliotecaria todavía me saluda por nombre propio. Es, sin embargo, la señora Martha Traba la que me volvió a atrapar en este recinto.
Aclaro que en ese tiempo no tenía mucho para hacer, estaba escribiendo la tesis, no tenía trabajo y acababa de terminar la práctica. Para mi mamá fueron unos años de pesadilla, para mí fue una oportunidad única en la vida. (No le digan a ella, pero estaba feliz de no tener por primera vez en la vida una meta, reto o plan).
Como mis lazos con la universidad pública eran genéticos, familiares y románticos, entrar a la biblioteca de la Universidad del Valle era como llegar a la nave nodriza. Era una biblioteca de cuatro pisos y apenas si me lo podía creer. Gran parte de mi familia se formó allí, así que me dejaban por ratos en ese punto donde no me podía perder más que en letras. Mi primer carné fue allí, en una mañana hice todo el trámite y en la tarde ya estaba en el piso de colecciones con un bocado delicioso: Angelitos empantanados de Andrés Caicedo. La película fue completa al ir durante una semana únicamente a leerlo. Sentía a Caicedo caminar conmigo en Cali, lo veía pasar en los cabellos largos de los estudiantes univallunos y casi que detrás de cada par de gafas gigantes lo encontraba riéndose de mí. La ciudad caleña y los libros de Caicedo se hicieron uno solo, con el sonido de los samanes, la brisa de las cinco de la tarde y el encuentro con algún pariente.
Al regresar a mi ciudad de montañas me arriesgué, lo digo así porque era terreno desconocido, a la biblioteca de la Universidad de Caldas. Y fue ahí, el primer día, en que me encontré con la Traba. Ni sabía que ella había escrito literatura y el nombre tampoco decía nada: Los laberintos insondables. Pensé que terminaría aprendiendo de arte, estilos, pinceladas, pero nada de eso, la señora Traba también tenía su corazoncito literario y lo más extraño para mí fue que la argentina rodeada de bogotanos, terminó escribiendo de costeños. Diario caminaba de mi casa hasta la universidad y pedía el libro, que cómodamente había señalado con un separador. Nadie lo pidió en las dos semanas en las que le fui a hacer visita. Cada vez que lo dejaba sufría porque nadie lo descubriera. Hasta el sol de hoy solo lo he visto en esa biblioteca y una vez se me refundió en una librería de segunda. Los laberintos de la Traba fueron inolvidables.
De ellas tengo mucho para decir. Las he recorrido palmo a palmo. Acumulaba los libros en la mesa como si fueran tesoros incompartibles. He convivido como el insoportable olor a pollo frito del Banco de la República, que quitaba las ganas de leer y alborotaban el apetito. Los libros amarillentos de la facultad de derecho, que dejaban un polvillo que me enronquecía. O mi buena amiga bibliotecaria que me prestaba por meses los que consideraba era importante que yo leyera y me dijo en la cara que lo que yo escribía no eran cuentos, sino relatos.
Confieso que las visito poco últimamente, que siempre las extraño y que así sea el piso más refundido de una casa de Cartagena no las dejo de buscar y ubicar en la mente. Hacen parte de ese ser extraño que soy. Que cada vez que tiene curiosidad de la vida estira la mano y echa mano de la colección de libros más cercana.